domingo, 2 de julio de 2006

Battambang-Phnom Penh: volando sobre ruedas

"Coger el tren es masoquista, teniendo en cuenta que el bus es más cómodo y hace el mismo trayecto en una cuarta parte del tiempo", así lo describía nuestra guía de Camboya. Es la única vez que vamos a coger el tren contradiciendo lo que escribimos en la introducción, pero nuestra vuelta desde Singapur se quedaría incompleta si no experimentásemos uno de los peores trenes que circulan por el mundo.
La red ferroviaria camboyana la montaron los franceses hace más de cincuenta años, y desde entonces no la ha arreglado nadie. Como las carreteras eran aún peores, mucha gente usaba el tren, a pesar de que los jemeres rojos lo asaltaban y plantaban minas en la vía, por lo que, para proteger la locomotora, ponían dos vagones delante que serían los que las detonarían. El billete para el segundo vagón estaba a mitad de precio, el primero era gratuito, y no os sorprenderá que os diga que iba lleno a rebosar, como todos los demás. La desesperación es un gran aliciente para la valentía. Hoy día esos tiempos quedaron atrás, los jemeres rojos ya no luchan y las carreteras han mejorado, por lo que sólo los más pobres cogen el tren (pagando el billete completo), el único que circula por Camboya y que sólo lo hace dos veces por semana, una vez en cada sentido. Si bien es cierto que el tren en este caso no cumplía nuestra condición de ser más cómodo que el bus, ni siquiera la de ser cómodo, sí que nos dio la oportunidad de compartir el viaje con la gente más humilde de Camboya.


Después de comprar el billete a la luz de las velas, ya que no hay luz en la estación, ni tampoco en el tren, fuimos rápido a sentarnos, ya que observamos que el tren se iba llenando de mercancías, básicamente frutas, verduras y arroz, pero no en un vagón especial no, en el mismo en el que íbamos nosotros. Era de lo mas rústico, con asientos de madera que fueron pintados de rojo hace muchos años, y tanto el suelo como el techo tenían agujeros, donde por suerte no cabía un pie, como amablemente nos advirtió una señora mientras nos ayudaba a encontrar dos asientos donde no nos mojásemos en caso de que lloviera y los bancos estuviesen en condiciones, no había mucho donde elegir.
Y nos pusimos en marcha. El tren salió lenta y trabajosamente de la estación, parecía que las ruedas habían echado raíces a lo largo de la noche y la caduca locomotora no pudiese tirar de los vagones, pero no era así, sin nosotros saberlo habíamos alcanzado la velocidad de crucero, unos 15 km/h. El tren iba tan lento que a veces resultaba ridículo, hasta la gente en bici nos adelantaba, hasta las vacas nos miraban como diciendo "pero qué lento va ese tren". Los árboles colindantes no tenían problemas en invadir las vías ya que el tren rara vez pasa, y, cuando lo hace, sus ramas acarician las ventanas y las caras de los pasajeros sin que haga falta que éstos se asomen.

A este tranquilo ritmo continuó el viaje, por lo que tuvimos mucho tiempo de disfrutar del empapado paisaje junto con los camboyanos, aunque ellos en su mayoría dormitaban en hamacas estratégicamente colocadas entre los bancos. En el vagón anterior habían montado una timba, el revisor y otros hombres uniformados se estaban jugando los riels sobre unos sacos de arroz y eran los únicos que parecían realmente disfrutar del trayecto. Más adelante aún, en un vagón mercancía con sólo medio techo, la policía militar descansaba, pero no había ninguna otra mercancía, ya que toda iba bajo los asientos o esparcida por el tren junto a sus dueños. Vamos, que reinaba un ambiente muy relajado.

Una reliquia del pasado, en el que el tren iba lleno hasta los topes, son unas escaleras que facilitaban el acceso al techo del vagón. Hoy día nadie sube, excepto nosotros, claro está, y aunque no tenía mucho de aventura, ya que la velocidad del tren apenas servía para sentir una leve brisa en la cara -para que os voy a engañar- el niño que todos llevamos dentro se lo pasó en grande. Durante todo el trayecto el mal estado de las vías se dejaba notar en los vaivenes que daba el tren, probablemente la razón por la que no fuésemos más rápido, ya que si no, fácilmente descarrilaría, pero según nos fuimos acercando a la velocidad del sonido, cuando ya íbamos a unos 20 km/h, el traqueteo se hizo aún mayor y parecía que íbamos metidos en una coctelera. Suerte que decidimos bajar del techo, porque si no, seguramente habríamos aterrizado en algún arrozal. A esas velocidades no creo que corriésemos un peligro de muerte, pero el siguiente tren no pasaba hasta una semana después, así que mejor no tener que esperar.

Para que os hagáis una idea, en siete horas y media recorrimos la distancia de Vitoria a Donostia por un paisaje totalmente llano y en línea recta. Exacto, lo mismo pensamos nosotros. Ya sabíamos que el tren era lento pero es que además iba con retraso lo que implicaba que llegaríamos a Phnom Penh a las 2 de la mañana. La idea de buscar una habitación tan tarde en una ciudad que no conocíamos y en la que nos habían advertido que tuviésemos cuidado de noche, no nos atraía demasiado, por lo que aprovechamos una parada en la que se cruzaban la vía y la carretera para cambiar a un autobús que redujo lo que nos quedaba de trayecto de diez horas a tres, así que pudimos cenar en Phnom Penh ya duchados, mientras nos compadecíamos de nuestros pobres compañeros a los que todavía les quedaban varias horas de tranquilo viaje en un tren a oscuras.

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