martes, 29 de agosto de 2006

Yading: el centro del laberinto

¿Habéis conocido alguna vez a alguien que se vaya a reencarnar en una cucaracha? ¡Nosotros si! Y es que no puede esperarles otro futuro a los guardas del parque natural de Yading que nos negaron su ayuda.

Este parque protege tres de las montañas más sagradas para los budistas tibetanos: Jampelyang, el bodhisattva de la sabiduría, Chanadorje, bodhisattva de la ira, y el mayor de todos, Shenrezig, de 6.032 metros, representa al patrón del Tibet, el bodhisattva de la compasión. Alrededor de este último los peregrinos tibetanos realizan un kora, que consiste en rodear la montaña en el sentido de las agujas del reloj. Y, dejándonos llevar por la magia que inunda este lugar, nosotros decidimos intentarlo también.
Y es que Tibet tiene algo especial, o al menos lo tiene la parte que nosotros estamos visitando, ya que aunque oficialmente estemos en Yunnan y en Sichuan, dos provincias contiguas al este de la frontera de la “Región Autónoma del Tibet”, eso sólo se debe a la política de divide y vencerás del gobierno chino: étnica y culturalmente esta zona es el Tibet. De hecho, resulta intrigante ver cómo Pekín ha intentado suprimir la cultura local durante décadas, y ahora los turistas chinos vienen a esta zona a atiborrarse de souvenirs y ver con sus propios ojos esta tierra y sus gentes. Si en Zhongdian se notaba una clara influencia tibetana, en las doce horas de tortuoso viaje que nos llevaron hasta Daocheng no hicimos más que adentrarnos más y más en ella, y había valles enteros donde no se veía ninguna influencia china, con sus bloques de hormigón y edificios oficiales; allí todo eran casas enormes de color tierra con las paredes inclinadas hacia adentro y los techos planos, ocupando los espacios alrededor de los empotricados ríos.
Y fueron muchos valles y muchos puertos los que pasamos en un pequeño pero potente autobús repleto hasta los topes, y más vale que fuera potente porque el camino estaba lleno de obstáculos. Tuvimos suerte de que ningún corrimiento de tierra nos cortara la carretera, aunque uno pequeño, que cayó mientras pasamos, hizo que el conductor acelerase para librarnos, pero de lo que no nos libramos fue del barro pegajoso y profundo, que nos obligó varias veces a salir del autobús y empujarlo después de haber colocado piedras y ramas en el camino para que cogiera tracción.

Y así, difícilmente, nos fuimos abriendo camino mientras mirábamos atónitos por las ventanillas este impresionante paisaje. Cada vez que el autobús subía un puerto, el más alto de los cuales superaba con creces los 4.500 metros, se esparcía en todas direcciones una sucesión de apretujadas montañas redondeadas (como si fuera una manta de las gordas arrugada), desprovistas de árboles pero cubiertas de hierba que alimentaba a los omnipresentes yaks. Y, cuando bajaba a alguno de los incontables valles, acompañábamos al río en su recorrido mientras intenta escapar de este interminable laberinto verde adornado con casas que parecen castillos, monasterios y las tiendas de tela de los pastores de yaks.

Y al final conseguimos escapar; bueno, en realidad no salimos, del laberinto, pero al menos creo que llegamos a su centro, tres torreones con boina blanca, el más alto de los cuales íbamos a rodear. Y no era tarea fácil: más de 30 kilómetros de caminata por encima de los 4.000 metros de altura rozando en dos collados los 5.000 metros no son para tomárselo a broma, por lo que decidimos hacerlo en dos etapas. Tras casi tres horas sudando, llegamos a una pradera surcada por un tortuoso arroyo alimentado por el glaciar del espigado Jampelyang y protegida a ambos lados por el Shenrezig y el Chanadorje. Ya se hacía tarde y allí había una cabaña con cocina donde pasar la noche. Nos fue fácil decidirnos.

Pero entonces aparecieron las futuras cucarachas y nos dijeron que no podíamos quedarnos a dormir, que estaba prohibido y que volviésemos al punto de partida, a pesar de que sabíamos que la noche anterior había dormido gente allí. Hasta se negaron a darnos de comer, alegando con una sonrisa en la boca que no sabían cocinar ¡os lo podéis imaginar! y todo ello ante la atenta mirada de los bodhisattvas de la sabiduría, la ira y la compasión, en uno de los lugares más sagrados para los tibetanos: casi se podía oler el mal karma que estaban generando, tan maloliente como el de su futuro hábitat, está claro que se van a reencarnar en cucarachas.
Pero, como no queríamos quedar mal ante esta prueba que nos habían puesto los bodhisattvas desde sus cumbres nevadas, al día siguiente empezamos a andar temprano, llegamos a la pradera, saludamos a los protocucarachas, se nos helaron las manos subiendo al primer collado por el viento que venía del glaciar, acompañamos a dos peregrinas un rato por unos preciosos lagos, apartamos a varios yaks que rumiaban en el camino, casi nos quedamos sin aliento (literalmente) subiendo en la niebla al segundo collado, y volvimos a bajar al lugar donde habíamos comenzado, completando así nuestro kora, mientras el Shenrezig se quitaba el velo de nubes que había llevado puesto todo el día y se descubría como para saludarnos y darnos su aprobación.

Fueron diez horas de paliza que nuestras piernas y pulmones se encargaron de recordarnos amablemente durante unos días, pero los paisajes por los que anduvimos tampoco se nos olvidarán fácilmente.

lunes, 28 de agosto de 2006

Zhondiang: tierra de castillos y yaks

Por una vez estamos convencidos de que hemos llegado casi a tiempo. En Zhongdian no hemos deseado, como nos ha pasado anteriormente, haberlo visitado diez años antes. Es cierto que la parte vieja está llena de tiendas de souvernirs, y que en la ciudad se observa un gran aumento de turistas chinos cuando llega la tarde, pero Zhongdian, o Shangri-La como muchos se empeñan en llamarla, conserva mucho de su carácter de ciudad tibetana. Sólo hay que atravesar la plaza donde todos los días se concentran gentes de todas las edades para bailar al son de la atronadora música que sale de dos potentes altavoces, para llegar a la zona donde habitan los ganaderos y agricultores de la ciudad, en unas casas que en muchos casos nos han recordado a pequeños castillos por sus escasas ventanas, sus anchísimas paredes y sus tejados planos.

Caminando en sentido opuesto llegamos a la ciudad nueva, donde los comercios están abiertos a cualquier hora del día y la gente se afana en comprar y vender. Es chocante ver cómo las mujeres, vestidas con sus trajes tradicionales tibetanos y cargando en la espalda con pesados cestos llenos de comida o con las últimas compras, entran y salen de los grandes supermercados, del banco o de las tiendas de móviles. La tradición mezclada con el progreso, de momento, en armonía.

Donde ya no encontramos tanta armonía fue en el monasterio tibetano de Ganden Sumtseling Gompa y el pueblo que lo rodea. Mientras muchas de las casas que vimos en nuestro camino de ascenso al templo se encontraban en un estado bastante precario, el monasterio, donde habitan unos 600 monjes, estaba en plena labor de reforma y construcción de nuevos edificios. Es verdad que, una vez que lo vimos por dentro y visitamos las cocinas, las distintas habitaciones donde los monjes estudian y rezan, y alguno de los patios, no daba la sensación de lujo y prosperidad que vimos desde fuera, pero aún así, desde lejos la silueta del monasterio con sus tejados dorados era un gran contraste con casuchas pequeñas que lo rodeaban.

Pero lo que realmente disfrutamos y más nos gustó fue el camino que nos trajo a ella. Después de cruzar la Garganta del Salto del Tigre, conseguimos, no sin grandes esfuerzos, alquilar un coche que nos iba a llevar hasta Zhongdian atravesando montañas, pueblos y paisajes de ensueño.

Esta carretera es muy poco transitada, debido a los altos puertos que hay que cruzar y la posibilidad de que se produzcan corrimientos de tierra (algo que es, por desgracia, muy común en China). Pero realmente merece la pena pasar este poquito de miedo y poder disfrutar del bello espectáculo que se ve desde la ventana del coche, con el aliciente de poder parar donde queríamos para admirar más de cerca el entorno. En este viaje nos encontramos con nuestro primer yak, al que seguirían muchos más, y la sensación de frío de verdad. Después de tantos meses peleando por una habitación con ventilador, ahora nos tuvimos que poner las chaquetas y nuestras camisetas más gordas para poder soportar el frío que hacía a los 3.000 metros de altura a los que nos encontrábamos. ¡Toda una nueva sensación!

Sin embargo, es justo decir que mientras no creemos que el encanto del camino que usamos para llegar a Zhongdian vaya a desaparecer en los próximos años, no va a suceder lo mismo con la ciudad, donde pudimos ver decenas y decenas de nuevas casas en proceso de construcción, que nos tememos que muchas de ellas se vayan a convertir en futuros hoteles y tiendas para turistas, convirtiéndola en otra Lijiang. Esperemos que sepan conservar el encanto de ciudad pequeña y amigable que a nosotros nos gustó tanto.

martes, 22 de agosto de 2006

Garganta del Salto del Tigre

¡Al fin! Después de mucho tiempo, por fin volvemos a estar con las botas puestas al pie de una montaña, y ¡menuda montaña!
Por el autobús, de camino, ya hemos visto unos montes muy bonitos, pero esto es espectacular. Delante nuestro se levantan dos montañas de más de 5.000 metros: Haba Shan y Yulong Xueshan, y a nuestra altura, unos 3.000 metros más abajo, el río Yangtze, que está joven y poderoso, ruge con todas sus fuerzas abriéndose paso entre las dos moles, provocándoles una estrecha pero profunda herida, de cuya sangre el río se alimenta para ahondar en ella, y parece que este círculo vicioso sólo acabará cuando llegue hasta el centro de la tierra o se le caigan las montañas encima. Bienvenidos a la “Garganta del Salto del Tigre".

Se llama así porque una leyenda china cuenta que un tigre saltó de lado a lado del río apoyándose en una roca que sobresalía. Como buena leyenda que se precie, sucedió hace mucho tiempo, tanto que ya no está muy claro en qué piedra se apoyó, pero los turistas chinos vienen en masa a ver este espectáculo de la naturaleza y, como parece que no les gusta andar, o no tienen mucho tiempo, han abierto una carretera al lado del río que se llena de autobuses todos los días. Por suerte para los que decidimos andar, hay un camino que culebrea ladera arriba donde no se ve el tráfico y tampoco se escucha, ya que el rugido del Yangtze reverbera por la garganta y te acompaña todo el camino.

En cuanto la montaña lo permite y relaja la pendiente, lo cual no ocurre muchas veces, pequeños pueblos dispersos aparecen con pocas pero elegantes casas de piedra y madera, circundadas por plantaciones de maíz o girasoles. Nos cruzamos varias veces con mulas, único medio de transporte local, que parecían bastante asustadas al vernos, pero pasaban rápidas azuzadas por sus dueños, con los lomos cargados de leña, piedras o comida principalmente. Y es que, aunque la carretera no llega hasta aquí (todavía) y sólo sirve para mover gente entre los rápidos del río, estos pueblos se han beneficiado de los turistas atléticos ya que en todos ellos puedes encontrar algún albergue donde comer o dormir.

Nosotros escogimos uno a medio camino, originalmente llamado "Half-Way". Delante nuestro se erguía majestuoso el Yulong Xueshan, y nos enseñaba una cara cuarteada y casi vertical, que las nubes ocasionalmente nos dejaban admirar en su totalidad. Era impresionante estar delante de casi 4.000 metros de tajo, desde la cima hasta el estrecho cauce del Yangtze, que desde aquí no podíamos ver, pero sí oíamos su incansable taladreo incluso con las ventanas cerradas, día y noche.
Al día siguiente nos levantamos temprano para volver a la altura del río, pero esta vez casi al final de su recorrido por la garganta, cerca de una de las piedras donde se supone que el tigre probó suerte. Sentado sobre una inmensa roca que recibe la vibración de su rugido, uno se pregunta cuántos fueron los tigres que lo intentaron hasta que uno lo consiguió, porque la verdad es que el Yangtze no está para bromas. A ambos lados se ve una serpiente marrón que no pide permiso para nada y va hacia abajo sin remisión, al menos hasta que el gobierno chino decida atraparla con una presa y parar su flujo milenario y su búsqueda del centro del planeta.

sábado, 19 de agosto de 2006

Dali y Lijiang: y llegaron los turistas

En cuanto dejamos las mochilas en una “guesthouse” situada junto a una de las puertas de entrada a la ciudad vieja, nos lanzamos a conocer y fotografiar Dali. Lo primero que vimos fue gente, gente y más gente. Yo no había visto a tantos turistas juntos en mi vida (y era porque todavía no había visitado Lijiang). Muchos grupos seguían a su guía, que llevaba una banderita para ser fácilmente localizable, muchos otros se desperdigaban por las innumerables tiendas de souvernirs que lo inundaban todo. Después de la impresión inicial conseguimos olvidarnos un poco de los turistas, la gran mayoría chinos y disfrutar de los edificios antiguos y los canales que surcan muchas calles de esta pequeña ciudad.
Pero lo que más nos gustó fue la comida. La verdad es que tuvimos mucha suerte de que Joyce y Vincent decidieran unirse por unos días a nuestro loco viaje de vuelta, porque, además de disfrutar de su compañía, nos ayudaron muchísimo con los problemas de comunicación. Gracias a ellos probamos la tortilla de flores de jazmín y de rosas, las setas silvestres recogidas de la montaña el día anterior o unas grandes almejas que no nos quedó muy claro de dónde venían, pero que estaban deliciosas cuando nos las sirvieron cocinadas en una espesa salsa.

De camino a Lijiang pudimos disfrutar una vez más de la "comodidad" de los minibuses chinos, que no dejan de dar saltos y donde no existe forma posible de estirar las piernas. Pero al parecer los conductores de estas pequeñas máquinas de tortura saben de nuestro sufrimiento y por eso siempre paran cada dos o tres horas para que podamos andar y relajarnos un poco. Esta vez tuvimos la suerte de "relajarnos" en un gran almacén lleno de puestos donde se vendían gafas de sol, jade, pulseras, infusiones para curar mil dolencias diferentes, figuritas de madera y comida. Los chinos parecían disfrutar de lo lindo y se afanaban en buscar la perfecta pieza de jade a buen precio, mientras nosotros nos paseábamos por el lugar curiosos con el espectáculo y agradecidos por poder estirar nuestras dolidas piernas.

En Lijiang nos fue más fácil de lo que pensábamos encontrar la “guesthouse” que tanto nos habían recomendado: Mama Naxi, donde desayunamos y cenamos a precios irrisorios y pudimos disfrutar de la compañía de Mama y Papa Naxi que nos ayudaron en todo. Es un lugar agradable donde quedarse unos días y disfrutar de la atmósfera familiar, pero a veces, como en muchas familias, pesaba un poco la insistencia de Mama por tener a todos juntos cenando al mismo tiempo, lo que hacia sentirnos un poco privados de libertad, ¿será que somos unos hijos un poco rebeldes?
Lijiang resultó ser una Dali más grande y con más tiendas. Una vez más nos imaginamos lo maravilloso que tuvo que ser esta ciudad hace diez años cuando se decía que era un paraíso para los mochileros. Ahora, con más de 700 hoteles en la zona del centro (sí, nosotros también nos sorprendimos con la cifra) se ha convertido en un lugar donde apetece ver rápidamente las calles más céntricas y turísticas para escapar cuanto antes hacia las calles donde todavía se puede caminar sin tropezar con nadie o sin recibir un paraguazo. Fue en estas calles menos conocidas donde más disfrutamos de Lijiang, de sus casas viejas, sus canales de limpias aguas y sus gentes y, cómo no, una vez más nos pusimos las botas de comer y probar las especialidades locales de la cocina Naxi.

Lo que ya no estamos disfrutando tanto, porque de delicioso no tiene nada, son las infusiones que nos recetó el Dr. Ho para curar todos nuestros males. Después de tres días en el hospital de Vietnam decidí que me tenía que cuidar más, y qué mejor forma de hacerlo que recurrir a la famosísima y antiquísima medicina tradicional china.
Aprovechando que estábamos en Lijiang, pasamos por Baisha para hacer una visita a este médico conocido por todos los rincones del mundo gracias a que Bruce Chatwing le incluyó en uno de sus libros de viajes. A raíz de esto Dr. Ho ha sido entrevistado numerosas veces para varios programas, incluído alguno para la BBC, y se habla de él en prácticamente todas las guías de viaje. Con fama o sin ella, tuvimos la suerte de conversar con él casi en privado, porque gracias a la lluvia éramos los únicos visitantes que tenía en ese momento, y nos enteramos que sus famosas "fórmulas mágicas" están hechas con flores y plantas recogidas de la cercana montaña del Dragón de Jade. Nos fuimos de allí con dos grandes bolsas de plástico llenas de un fino polvo que hay que mezclar con agua para beber, un papel escrito en chino con el sello de la clínica del Dr. Ho, por si teníamos problemas con la policía, y un sentimiento de duda sobre la autenticidad de las milagrosas pociones del doctor, aunque lo que me dio a mí tiene que ser a la fuerza bueno, porque sabe a rayos.

martes, 15 de agosto de 2006

Tren Kunming- Dali

Dicen que en todo momento en China hay unos 100 millones de personas moviéndose en tren, y yo me lo creo. Llegar a la estación de Kunming a comprar el billete y ver unas mil personas ordenadas en decenas de colas diferentes es descorazonador, sobre todo porque todo está escrito en esos caracteres tan diferentes y tan iguales a la vez que encriptan el idioma chino. Visto lo visto, echamos a suertes la fila en la que nos íbamos a poner, por lo de la buena estrella que llevábamos, y resulta que los horarios que había sobre las taquillas no eran de los trenes sino de las ventanillas en sí, y la nuestra cerraba en cinco minutos, pero por suerte sólo teníamos diez personas delante. Como ya habíamos esperado veinte minutos, decidimos arriesgar y parece que nuestra auspiciosa entrada en China empezó a dar sus frutos. No sólo la fila era la correcta, sino que la taquilla retrasó su cierre diez minutos, justo hasta atendernos a nosotros. Primera prueba superada, ya tenemos los billetes.
Llegamos con mucha anticipación a la estación que, la verdad, parecía más un aeropuerto. Nada de andenes, inmensas salas de espera con asientos alineados y zona de fumadores y todo. En una pantallita apareció un jeroglífico que debía querer decir "embarque", porque se abrieron unas puertas y un tropel de gente se alineó para poder acceder a los andenes, donde nos esperaban para decirnos a qué vagón debíamos ir. Al menos en el nuestro todo el mundo estaba sentado ordenadamente unos veinte minutos antes de que diera la hora de partir, y, cuando llegó, el tren empezó a deslizarse silenciosamente por las vías con puntualidad inglesa.

En el tren todo fue sobre ruedas: como ahora éramos cuatro, pudimos jugar al parchís como Dios manda mientras los chinos nos miraban como las vacas al tren. Por cierto, este tren, a pesar de ser eléctrico, llevaba carbón que sirve para alimentar los calentadores de agua que hay en cada vagón y que usamos para preparar café, té y pasta instantánea. Así que las ocho horas pasaron volando. Joyce ganó todas las partidas al parchís, y eso que era la primera vez que jugaba, Susana devoraba "Cien años de soledad" a década por hora y Vincent y yo paseábamos por el tren haciendo fotos hasta que a uno de los revisores se le subió el uniforme a la cabeza y se puso a legislar "train-photo-no", esquemático y lleno de significado.

No se si porque van de vacaciones o porque son así, pero una media hora antes de llegar a Dali el tren se revolucioní, todo el mundo empezó a levantarse, acicalarse, bajar sus maletas... se notaba mucha excitación, ¿será que Dali es tan bonito?

lunes, 14 de agosto de 2006

Kunming: primeras impresiones

No se si las primeras impresiones son las que cuentan o son falsas, pero en esta ciudad resulta todavía más confuso, ya que tuvimos dos impresiones contradictorias separadas por pocas horas.
Llegamos a la noche después de un día muy largo: nos habíamos despertado en un hospital, cruzamos una frontera, tuvimos que desempolvar las pocas palabras en chino que habíamos aprendido en Singapur y, tras nueve horas de autobús por unos empinados puertos camuflados en la niebla y unos inmensos valles con ciudades recién construídas e industrias que merecían una reconstrucción, llegamos a una ciudad moderna, rica, limpia, bien iluminada, con calles amplias salteadas con centros comerciales, donde la gente paseaba a sus perros que miraban orgullosos su reflejo en los escaparates de Louis Vuitton. Nos recordaba tantísimo a la ciudad en la que habíamos vivido hasta hace apenas tres meses que casi no nos dimos cuenta de que no podía ser Singapur, porque corría una brisilla que aconsejaba chaqueta. Y es que los chinos a Kunming no en vano la llaman "la ciudad de la primavera", ya que nunca hace ni mucho frío ni mucho calor, sino todo lo contrario, “como decía el otro”. Después de tanto tiempo viviendo en la sauna del sudeste asiático, es todo un alivio tener que ponerse pantalón largo y chaqueta, aunque sólo sea de noche; es una sensación que nos acerca a casa.

Pero a la mañana siguiente, con todas las luces de los centros comerciales apagadas, los rectangulares bloques de edificios alineados estratégicamente, unos de pie y otros tumbados, las bicicletas circulando por su correspondiente carril y los autobuses con paradas en el medio de las avenidas como si fuesen tranvías, y una sutil neblina que tamizaba la luz del sol dándole un toque invernal, la primera impresión se desvaneció y la ciudad nos recordó ahora a otra en la que vivimos hace más tiempo, a Berlín, Berlín del este en concreto.
Nuestra entrada en China prometía mucho. El numero ocho es el de la buena suerte para los supersticiosos chinos y nosotros entramos un mes y un día después de San Fermín, el 8 del 8; nuestra buena estrella estaba asegurada. Pero parece ser que el panteón taoísta nos quiso retar para ver si nos lo merecíamos, y disfrutamos de bastante mala suerte durante los primeros días, nada importante, pero tuvimos dificultades en encontrar hotel, la habitación que conseguimos era ruidosa (temblaba el suelo) y no tenían otra donde meternos, estuvimos andando más de tres horas buscando una tienda que no encontramos, el bus que esperábamos nunca pasaba, y lo más grave de todo, el disco duro que llevamos empezó a hacer ruiditos y se paró, por lo que está de camino a Singapur para ver si lo pueden arreglar y recuperar las fotos de las que habéis podido disfrutar en este blog (continuará...). Pero parece ser que a los dioses esto ya les pareció suficiente y, para el cumpleaños de Susana, el día 13 (al menos no era viernes), nuestra suerte cambió de polo y recibimos la visita de Vincent y Joyce, dos amigos de Singapur que hasta se tomaron la molestia de traer una tarta con vela y todo, y que nos acompañarán un par de semanas. Como podéis apreciar en la foto, en el restaurante chino donde lo celebramos no tenían cubiertos, pero descubrimos lo fácil que es comer una tarta con palillos.

Con la suerte ya de nuestro lado fuimos descubriendo la ciudad y pudimos admirar lo desarrollado que esta este país. Kunming es una ciudad de tercera en China, pero no os engañéis, tiene nada menos que cinco millones de habitantes y un centro que deslumbra con sus luces y sus rascacielos, un contraste grandísimo con las capitales de los países del sudeste asiático. Se acabaron ya las peleas de claxon y la anarquía circulatoria, aquí todo el mundo va por su carril, los semáforos funcionan y sus luces tienen más significado que las de los árboles de Navidad. Las motos siguen siendo traicioneras y aparecen por cualquier lado, pero ya no es por la falta de reglamento sino por que, al ser eléctricas no hacen ningún ruido por lo que la ciudad parece extrañamente silenciosa. Por las aceras libres de obstáculos los ciudadanos pasean a la sombra de multicolores paraguas y se cruzan con los turistas, la mayoría chinos de clase media-alta, que vienen a disfrutar del afortunado tiempo y a gastarse el dinero en los centros comerciales.

Pero igual que cuando creces muy rápido te duelen las rodillas, en el desarrollo desproporcionado de China las clases bajas no parecen poder subirse al tren del progreso y se están quedando descolgadas en estaciones destartaladas. Choca mucho el número de mendigos que deambula por las calles, algunos rebuscando entre las basuras a la luz de anuncios de griferías de diseño, y otros dormidos en los parques donde los afortunados pasean a sus perros, o simplemente sentados en una esquina mirando con cara de no entender muy bien lo que pasa. Y es que dicen que Kunming ha cambiado mucho, apenas queda nada de la ciudad vieja, que ha tenido que dejar paso a los rascacielos, y la poca que queda está en vías de convertirse en pasto de bares, boutiques y restaurantes, desprovista de personalidad como en Singapur. Al menos los ancianos parecen haber encontrado cobijo en los parques y en las zonas que todavía no han sido demolidas y la verdad es que son muy activos, cantando, jugando al ajedrez chino o al “mah jong”, y enseñándoles a sus nietos cosas que probablemente en la nueva China no les valgan de mucho.

Para cuando nos fuimos ya no sabíamos si la ciudad se parecía a Berlín del este, a Singapur, o a ninguna de las dos, o a las dos a la vez... o algo así.

martes, 8 de agosto de 2006

Retrato de China

"Vietnam es un país, no una guerra", eso rezaba una guía que leí hace tiempo. La verdad es que, gracias a años de películas americanas, lo primero que relaciono al oír hablar de Vietnam es "Apocalypse now", "La chaqueta metálica", "Nacido el 4 de Julio", helicópteros, agente naranja, la niña quemada con napalm llorando por la carretera, asesinatos indiscriminados de campesinos con sombreros cónicos, veteranos mutilados y barbudos, ¡hasta hippies! Resulta que el hecho de que lo americanos perdieran esta guerra sin perder una sola batalla y que más de 60.000 de ellos no volvieran nunca, les ha marcado tanto que nos han hecho relacionar el país con su guerra. Pero para los vietnamitas, que sufrieron unos dos millones de bajas, no es más que un breve episodio en su larga historia. Valga como dato que en Hanoi hay unas cien calles que conmemoran batallas o héroes de guerra y sólo 2 de ellas se refieren a la guerra americana como la llaman ellos, las 98 restantes recuerdan la liberación del yugo colonial francés y, sobre todo, las incontables guerras que han tenido con su poderoso vecino del norte, China.

Los últimos treinta años han sido más pacíficos, pero no por ello fáciles. El comunismo no pareció saber resolver los problemas, y el país estaba pasando hambre hasta que decidieron soltar el cerrojo económico y todos empezaron ha hacer negocios sin complejos. Viéndoles manejar el ábaco, uno se pregunta cómo le ha sido posible durante tantos años al Partido tener suprimido el gen mercantil que parecen llevar dentro. Por lo que se ve, la influencia francesa con su savoir-vivre no pudo borrar los mil años de control chino y su impronta de trabajo, sudor y lágrimas en el carácter vietnamita, y, a diferencia de Camboya o Tailandia, pero sobre todo de Malasia, aquí es difícil encontrar a alguien con las manos en los bolsillos, las pone al servicio de su bolsillo, y hoy el país parece resurgir de sus cenizas. Sirva de necesaria excepción su afición al café, y no sólo a beberlo, sino también a reunirse en torno a una mesa y comentar la última jugada.

El turismo sin duda está ayudando a esta recuperación económica, ya que somos millones los turistas que venimos a apreciar la heterogénea belleza de este país, pero por desgracia no todos se van contentos. Los vietnamitas todavía parecen no haberse dado cuenta de que a la gallina de lo huevos de oro es mejor mimarla que quitarle más huevos de lo que puede poner, y se dedican a intentar timar al “guiri” a cada paso que da. La mayoría de las veces es fácil salir con buen pie, pero resulta cansino y son muchas las historias de gente que se ha ido escaldada del país y que no piensa volver nunca más.

Pero tampoco hay que exagerar. Como se suele decir, hay dos tipos de vietnamitas: los que trabajan para la industria del turismo y los que no, y si es fácil acabar aburrido de los primeros, no es menos fácil reírse juntos de la barrera del idioma y disfrutar con la compañía de los segundos, que son la mayoría, aunque a veces a los turistas nos parezca lo contrario.

lunes, 7 de agosto de 2006

Bac Ha: un trekking accidentado

Siguiendo con nuestra costumbre de viajar a los lugares menos turísticos que podemos encontrar, esta vez decidimos ir a un sitio donde estábamos seguros de que no nos íbamos a encontrar con ningún otro mochilero: el hospital local de Lao Cai.

Habíamos planeado nuestra visita a las montañas del norte de Vietnam con muchas ganas. Decidimos no ir a Sapa porque nos habían dicho que para salir del pueblo y hacer algún trekking por los alrededores había que pagar una especie de peaje, y la verdad es que no nos gusta mucho la idea de pagar por andar por el monte. Así que, cuando llegamos a la estación de tren de Lao Cai, buscamos el autobús local y, después de dos horas de baches y tumbos, llegamos a Bac Ha. El primer día apenas había turistas y paseamos por el pueblo, que la verdad no tiene mucho para ver, pero el segundo día descubrimos las maravillas de estas tierras del norte rodeadas de montañas, donde las tribus cultivan maíz y arroz.

Nos perdimos buscando uno de los pueblos donde habita parte de la tribu H'mong, pero ellos amablemente nos indicaron el camino de vuelta. Vimos cómo recogen el maíz, cómo transportan la madera en las espaldas, cómo los niños montaban en sus búfalos de agua para huir de nosotros mientras se reían como locos, y hasta tuvimos la oportunidad de ver cómo cosen y hacen esas ropas multicolores que llevan. Volvimos cansados porque la caminata fue larga, pero fuimos gratamente recompensados cuando entramos a un restaurante que regentaba una familia con la que compartimos comida y ¡hasta nos invitaron a vodka!

La verdad, y salvando siempre las diferencias, es que los alrededores de Bac Ha nos han recordado mucho a Euskadi, por el color verde, por los montes que en muchos lugares están explotados por la agricultura local, y sobre todo por las casa que se encuentran diseminadas por toda la montaña como si fuesen baserris, ¡aunque no hemos visto a nadie con txapela!
Al día siguiente teníamos pensado alquilar una moto y visitar el mercado de Can Cau, uno de los más vistosos de la zona, ya que todos los sábados las tribus de la montaña bajan a este pequeño pueblo para comprar y vender sobre todo animales vivos. Y para el domingo teníamos planeado visitar el mercado de Bac Ha, que en el fondo era para lo que habíamos venido aquí. Pero todos nuestros planes se fueron al garete. Me puse enferma, y esta vez era algo más serio. Así que con 39 de fiebre nos metimos en un jeep destartalado que tardo dos horas (a mí me parecieron muchas más) en llegar a Lao Cai, directos al hospital.
La situación fue la siguiente: entramos, yo me siento porque estaba muy aturdida por culpa del viaje y de la fiebre, Jaizki empieza a buscar a alguien que nos atienda, y todo el mundo nos mira como si fuésemos de Plutón. "English, english", no hay manera, nadie habla una palabra que no sea vietnamita. Al final no se de dónde aparece un termómetro. Me lo pongo y, cuando ven la fiebre que tengo, deciden llamar al médico. Bien, primer paso conseguido. De repente aparecen cuatro doctores. Me tumban en una cama en medio del pasillo y se forma un corro de gente para ver cómo examinan a la de Plutón. Yo empiezo a hacer ruiditos con la esperanza de que entiendan dónde me duele y qué me pasa, y aparece otro médico vestido con ropa de quirófano. ¡Ay madre!, que esto es muy serio. El también me examina y consigo entender "no preocupar, no operación". Bueno, algo es algo… Ahora me tumban en una camilla y entre cuatro personas me mueven hasta una sala donde tienen una máquina para hacer ecografías. Esto ya me tranquiliza más, parece que están bien equipados. Bueno, después de unas cuantas vueltas para arriba y para abajo, parece que tienen mi diagnóstico, que a día de hoy es totalmente desconocido para nosotros, pero entendemos que tengo una infección bacteriana y que me tienen que poner la medicina intravenosa, y por ello me tengo que quedar unos días ingresada.

Al final nos dieron una habitación en una parte nueva del hospital que estaban construyendo. Cuando dos días más tarde Jaizki se fue a pasear por el resto del edificio, descubrimos que nos habían dado la “suite” de lujo, porque había que ver cómo era el resto de las habitaciones... La nuestra se parecía mucho a uno de los “guesthouse” donde habíamos estado anteriormente: dos camas (duras como ellas solas), una tele y un baño con agua caliente, y teníamos algunos extras por los que no habíamos pagado, pero que al parecer venían incluídos, como el ruido de las obras del piso de abajo, los bichos que vivían en el interior de los muebles comiendo madera y que se volvían hiperactivos durante la noche, o la enfermera loca que no acertó a ponerme la aguja para el gotero y me pincho en tres sitios diferentes para mi desgracia.

Al parecer en Asia en los hospitales el enfermo depende totalmente de una tercera persona, porque no te dan ni de comer ni de beber, así que Jaizki tenía que salir todos los días a buscar mi desayuno, comida y cena. Otra de sus tareas era mantener la habitación limpia, porque, por culpa de las obras, cada vez que venía alguien lo llenaba todo de arena y polvo, así que él no paraba de barrer y barrer y las enfermeras no dejaban de entrar y salir, Yo hubiese perdido la paciencia muy pronto, pero Jaizki se mantuvo fiel a su escoba hasta el último día. Y cuando no barría se dedicaba a hacer la colada y colgar la ropa por la habitación para que se secara, y también a perseguir a las enfermeras para conseguirme sábanas y pijamas limpios cada día. Pero donde realmente Jaizki tuvo que luchar contra las barreras del idioma y el desdén de las enfermeras, fue cuando pedía los prospectos de las medicinas que yo estaba tomando (gracias a los cuales intuímos más o menos cuál fue mi problema) y sobre todo para pedir algún documento en inglés con el que poder presentar una reclamación a nuestro seguro de viaje (esto sí que fue difícil). ¡Ah! y también le tocó luchar para que no nos timasen con el cambio a la hora de pagar, que estos vietnamitas son muy vivos ¡hasta en los hospitales!
Pero al final estoy recuperada y ha sido gracias a ellos, a los cuatro doctores, al del quirófano, a la enfermera loca y al traductor que no sabemos de dónde salió ni quién era, pero que hablaba tres palabras de inglés. Toda una experiencia de intercambio cultural y relación con los locales. Lo que siempre buscamos, ¡aunque nos cueste sudor y sangre!