jueves, 30 de noviembre de 2006

Hungría: de viaje con "Ali´s Tours"

Cuando surgió la idea de realizar este viaje, hace ya casi dos años, llenamos la cabeza de proyectos, ilusiones y sueños. Por una parte pensábamos en lo fantástico que tenía que ser poder viajar a nuestro antojo durante seis meses, y por otro lado nos imaginábamos los problemas y conflictos que nos podrían surgir durante ese tiempo. Creíamos que íbamos a tener que planear el viaje mes a mes, semana a semana, con detalle, para no quedarnos sin visitar lugares que queríamos, o tener que dar veinte mil vueltas para encontrar un sitio donde dormir. La fecha de salida se fue acercando y nosotros seguíamos sin preparar nada para nuestras largas vacaciones. El 17 de mayo llegó y sólo teníamos dos cosas claras: que nos íbamos a mover en tren y que queríamos conocer a la gente y los países que había entre Singapur y Vitoria, y que, por ello, íbamos a intentar alejarnos lo más posible de los trillados caminos turísticos y compartir los trenes de tercera, los chiringuitos de la calle y los mercados locales, donde va la gente de a pie.
Y estamos muy orgullosos de poder decir que hemos conseguido las dos únicas cosas que teníamos claras cuando salimos de Singapur; bueno, por lo menos lo hemos conseguido durante todo el viaje hasta Hungría. Ahora en este pequeño país al que envidiamos enormemente por su situación geográfica tan perfecta para cualquier viajero que se precie, nos hemos dado cuenta de que el concepto de nuestro viaje ha cambiado. Ya no se trata tanto de conocer la cultura, las costumbres o la forma de ser de las gentes locales, sino de disfrutar de la compañía de amigos que hemos encontrado durante estos años fuera de nuestra casa en Vitoria.
Para nosotros ya fue un gran cambio cuando Iraide, la hermana de Jaizki, se unió a nuestro viaje en Moscú y decidió acompañarnos hasta casa. De la noche a la mañana dejábamos de ser dos para pasar a disfrutar de la compañía de una tercera persona que incorporaba ideas nuevas, temas de conversación frescos y muchas ganas de ver mundo.
Las mismas ilusiones y ganas de viajar que hemos visto en mucha de la gente que hemos conocido durante estos últimos meses, viajeros que como nosotros habían dejado sus trabajos, sus casas, sus amigos y sus familias, a cambio de disfrutar de la libertad que da una mochila, un mapa y mucho tiempo por delante.
A Budapest llegamos una mañana gris, una vez más cansados y sin haber dormido por culpa de los controles de pasaportes que nos tocó pasar de madrugada, pero la cara nos cambió cuando vimos a Ali y Alice esperándonos en el andén de la estación con los brazos abiertos para darnos un abrazo. Yo eché en falta las dos grandes mochilas que les acompañaban cuando les conocimos en China, en la montaña de las escaleras infernales donde compartimos autobús local, taxi, hotel y conversación. Fue gracias a ellos que visitamos Mongolia, lugar donde habían estado muchas veces y del que Alice es una gran conocedora, no en vano es catedrática en estudios mongoles. Nunca podré agradecerle suficiente el que me quitara todos los miedos que otra gente me había metido, y que me convenciera de visitar el país que más me ha maravillado de todo el viaje. Nos invitaron a visitarles si en nuestra vuelta a casa pasábamos por Budapest, y cuando llegamos nos dieron su tiempo, nos abrieron su casa y su familia.
Nuestro viaje se convirtió en unas vacaciones dentro de las grandes vacaciones. "Ali´s Tours" una vez más no decepcionó y las cortas vacaciones de cuatro días por tierras húngaras se convirtieron en un largo puente familiar, donde disfrutamos del riquísimo vino húngaro, la peligrosa “palinca” (un licor típico), las calientes aguas de uno de los numerosos baños termales del país, o el tortuoso y agujereado camino que llevaba a un pequeñísimo pueblo que casi llegó a ser olvidado, muy cerca de la frontera croata.

Metimos nuestras mochilas, los sacos de dormir, la comida y la bebida que necesitábamos en la furgoneta y el largo fin de semana comenzó con un día increíblemente soleado que nos permitió darnos el lujazo de una estupenda comida a finales de noviembre en la terraza de una pequeña casa cerca del lago Balaton.

Visitamos una de las zonas más turísticas de Hungría, donde numerosos austríacos y alemanes poseen casas de verano o de fin de semana, y en las que se afanan en cultivar y cuidar unas cuantas vides que les surte de vino durante todo el año. Era extraño conocer estos pueblos fantasma que rodean el gran lago, y que se llenan de actividad y gente en cuanto llegan los meses de verano. Ahora estaban vacíos, y muchas casas con las persianas y las rejas cerradas, aguardando la llegada de meses mas cálidos.
Siguiendo el programa que Ali nos había preparado, hicimos un alto en nuestro camino para relajarnos en las aguas termales del lago Gyogyto, un placer para el cuerpo, aunque nos costara entrar un poco al principio, porque el agua no estaba tan caliente como esperábamos. Al parecer, las aguas de este lago poseen propiedades curativas y durante muchísimos años ha ayudado a numerosas personas con problemas de artritis, lumbagos, dolores musculares y muchos más. Quizá por ello, en plena temporada baja de la zona los baños fueron el único lugar que encontramos lleno.
Ali había dejado la mejor parte del viaje para el final. En plena noche llegamos a Gyurufu, un pueblecito de apenas nueve casas que ha resurgido de las cenizas, o mejor dicho, de los escombros, gracias al valor y al trabajo duro de ocho jóvenes familias que un día decidieron dejar las ciudades y los pueblos donde vivían para comenzar una nueva vida en plena naturaleza, cuidando de sus animales y cultivando sus propias hortalizas y verduras. Con los restos de las antiguas casas y barro han conseguido dar vida de nuevo a uno de los muchos pueblos que han quedado abandonados, porque los habitantes terminaron moviéndose a zonas más grandes y pobladas. Toda una lección de supervivencia y coraje.

Antes de volver a Budapest Ali y Alice nos llevaron a conocer a su pintor favorito, al museo que tiene en Pecs. Nunca habíamos oído hablar de Csontvary, pero a los tres nos impresionó el color de sus pinturas y la forma que tenía de dibujar a los protagonistas de sus cuadros, sobre todo las caras. Entendimos perfectamente porqué a nuestros anfitriones les maravillaba tanto este pintor.
Al final no nos quedó mucho tiempo para visitar Budapest, la capital formada por las dos ciudades Buda y Pest, y que durante muchos años se llamo Pestbuda, nombre que cambió más tarde por el actual, no sabemos todavía si por intereses políticos o porque sonaba mejor. De este lugar nos quedó la sensación de ser una ciudad grande con un centro histórico enorme digno de visitar, con bonitas calles para pasear hasta aburrirte, baños de lujo donde pasar un día entero y muchos turistas, sobre todo italianos, que aprovechaban la cercanía del país para visitar esta interesante ciudad. No vimos ningún mochilero; al contrario, el tipo de turistas que nos encontramos era más bien gente que estaba pasando unos pocos días en Budapest, dejándose ver con sus mejores galas, como si estuvieran paseando por el centro de su ciudad.

Nos quedamos con muchas ganas de pasar más tiempo y de seguir descubriendo la ciudad, pero teníamos que continuar nuestro camino, y, aunque nos dio mucha pereza dejar Budapest, nos fuimos con la alegría de haber pasado tanto tiempo con Ali y Alice, de haberlos conocido más. Seguro que no es la última vez que nos vemos. Ahora les toca a ellos devolvernos la visita y dejar que les cuidemos tan bien como lo hicieron ellos. Os esperamos pronto en Vitoria y, si no, nos veremos a medio camino, en Mongolia.

jueves, 23 de noviembre de 2006

Boceto de Rumanía

La mayoría de la Rumanía que nosotros hemos visto es rural, idílica, casi repleta de bucólicos paisajes con altísimas montañas, frondosos valles, carros tirados por caballos y gente trabajando la tierra, hilando o recogiendo agua de la fuente. Todo ello precioso desde el punto de vista de un turista, pero seguramente a ellos no les guste tanto. Supongo que el paso natural del campo a la ciudad se está dando aquí más tarde, poco a poco pero si pausa, lo que hace del norte de Rumanía una especie de museo etnográfico, donde todavía es posible ver una economía rural europea vivita y coleando, aunque ya fuera del agua.

Además es fácil sentirse acogido en Rumanía. La gente es muy amable de por sí, pero, al saber de dónde venimos, se vuelcan, "¡Ah!, mi hermano está en Madrid" o "Yo viví en Toledo" son los típicos comentarios. Y los que no han estado en España han trabajado en Italia; parece que toda la gente joven del país ha estado, está, o estará en el extranjero en algún momento. Pero también, por lo que se ve, es una emigración temporal, una forma de ganar dinero rápidamente en los ricos vecinos del oeste y volver a reconstruir su país, que falta le hace. Muchos de los que nos dijeron que habían estado fuera conducían modernos coches o regentaban un negocio y parecían recordar su estancia allí como una buena época, al menos a juzgar por la forma en que nos trataban.

Rumanía está viviendo un momento de cambio. Cada vez son más los coches que adelantan a los carros de tiro, y pronto serán tantos que regularán el uso de los hoy omnipresentes carros hasta hacerlos desaparecer, y así los coches podrán ir todavía más rápido y llegar más lejos. Seguro que a los lectores de más edad les suena la historia.

miércoles, 22 de noviembre de 2006

Transilvania: de Drácula ni rastro

Sólo oír el nombre de Transilvania y la parte de atrás del ojo ya empieza a ver imágenes de largos colmillos, apetitosos cuellos y negros murciélagos. De hecho, es lo único que yo asociaba con Rumanía, además de los Cárpatos y Nadia Comanesci. Esta última ya no está en el país y vive en los Estados Unidos, y Drácula, espero no decepcionar a nadie, pero es una leyenda, así que lo único que encontramos fueron los souvenirs en su nombre. Sí que es cierto que hubo un conde que nació en Sighisoara y que se esforzó por alejar a los turcos lo más posible de sus tierras, utilizando técnicas que hoy consideraríamos cuando menos inhumanas, pero me temo que la única sangre que chupaba era la de su dedo cuando se cortaba.

Sighisoara todavía mantiene la casa que lo vio nacer (aunque hoy es un restaurante, donde imagino que se servirá la carne poco hecha) y tiene un casco medieval muy bien conservado, pero lo que más nos gustó fue que el edificio en la cima de la colina que domina el pueblo no es un museo, ni un hotel, ni nada relacionado con el turismo, sino un colegio, lo que da cierta vida a esta zona, incluso en temporada baja. Da gusto pasear por aquí y oírles cotorrear antes de que el profesor entre a clase, o ver cómo alguno corre porque llega tarde, o cómo otro se escaquea, seguirlo y descubrir detrás del colegio un pequeño parque que comunica con el cementerio de la iglesia, lleno de antiquísimas lápidas, unas más olvidadas que otras. Cuál fue nuestra sorpresa al ver que la mayoría de las lápidas estaban en alemán y otras en otro idioma que no reconocimos, pero que no podía ser rumano.


Ibamos pensando en ello ladera abajo cuando una señora nos empezó a hablar en alemán quejándose de lo mala que era la gente, de lo poco que la habían ayudado cuando estuvo mal. También nos explicó que estas tierras habían pertenecido al Imperio Austro-Húngaro, después a Hungría a secas y que por ello los mayores hablaban húngaro y alemán además del rumano. Por lo que se ve, es más complicado todavía, ya que la población rural sí que es rumana, es sólo en las ciudades donde el sentimiento húngaro sigue aún vivo. Uno más de esos conflictos que se quedaron colgados tras la II Guerra Mundial, que intentaron tapar durante la época socialista y que hoy vuelven a tener oxígeno para desarrollarse, veremos como evolucionan dentro de la Unión Europea.

Sólo hay que mirar un libro de viajes sobre Transilvania para darse cuenta de cuánto se ha luchado por aquí. La mitad de los sitios para visitar son ciudadelas o castillos, tan robustamente construídos que, incluso hoy, resultan imponentes, encaramados sobre espigadas colinas al pie de todavía más imponentes montañas, los Cárpatos, que bordean la zona casi como las murallas de una ciudadela, protengiéndola y conteniéndola al mismo tiempo.

Sólo nos dio tiempo a dar un corto paseo por las colinas alrededor de Brasov, pero fue suficiente para que queramos volver a estas espectaculares montañas, a pesar de que debe haber mucho oso suelto, como no hacía más que recordarnos la señora del albergue cuando le preguntamos qué ruta seguir, "por aquí no, muchos osos, mejor esta otra", nos decía intentando poner cara de osa odiosa.

Brásov es la ciudad más grande que visitamos en Rumania y, aunque ni siquiera es grande, fue allí donde descubrimos que, además de carros de caballos y amabilísimos aldeanos, existe una clase media acomodada y mendicidad, pero no como en cualquier otro lugar, en Rumania todos los que vimos pidiendo en la calle eran de etnia gitana, generalmente niños o madres con bebés, no sentados por las esquinas sino deambulando en busca de sustento. Pero de Drácula ni rastro; castillos y montanas por doquier y una mezcla húngaro-rumana que ya veremos que salsa da. Lo más parecido al recuerdo de Drácula que encontramos fue la Banca Transilvana, que con ese nombre ya deja claro desde el principio que te van a chupar la sangre.

domingo, 19 de noviembre de 2006

Maramures: las vacaciones de Mari

La primera vez que visité el Amboto un amigo me dijo que era el hogar de Mari, y que se sabía cuándo estaba en casa porque entonces la cima de la montaña se encontraba cubierta de nubes, y si, por casualidad, el día estaba completamente despejado y se veía el pico sin problemas, eso era porque Mari había salido. He visitado el Amboto unas cuantas veces y siempre hemos coincidido con Mari en que no hacía buen día para salir de paseo y que lo mejor era quedarse en casa; claro, que yo me daba cuenta de ello una vez que me encontraba en la cima sufriendo las inclemencias del tiempo. También me preguntaba que adónde iría Mari esos días en que decidía cogerse unas cortas vacaciones, y en Rumania he descubierto ese lugar.


No puedo decir que haya visto a Mari aquí, pero estoy segura de que Maramures, en la zona norte de Rumanía, sería uno de los sitios elegidos por ella, y que su casa de descanso tendría que estar en Valea Izei (Valle Izei), en alguno de los pequeños y numerosos pueblos que lo componen. Aquí todo es verde, rodeado de montañas y pastos, donde las vacas, ovejas y caballos campan a sus anchas y sólo son interrumpidos en su habitual rumiar cuando llega la hora de ser ordeñados o de empujar un carro lleno de paja o leña.

Las casas se encuentran situadas muy juntas las unas de las otras en las zonas bajas del pueblo, y parece que compiten porque su fachada dé a la calle principal asfaltada, en lugar de a alguna otra menos importante y que fácilmente se embarra cuando llueve. Y en las zonas más altas se ven dispersas por toda la ladera de la montaña otras casas tradicionales más pequeñas, siempre acompañadas de uno o varios almiares, que se esfuerzan por mantener el equilibrio.
En Ieud de buen seguro que Mari hubiese disfrutado de lo lindo con el pan recién hecho, la miel casera, los embutidos y la leche fresca y como postre un buen paseo para respirar el aire puro que las montañas nevadas cercanas se empeñan en enfriar, y una visita a alguna de las antiquísimas iglesias de madera, toda una obra de arte que cuidan muchísimo y que seguro que dejaría a Mari con la boca abierta.

Y antes de irse a dormir y para tener un buen sueño, a Mari le podríamos recomendar un vasito del fuerte licor de ciruelas local, mientras el profesor de la escuela de ieud le deleita con unas cuantas canciones tradicionales tocadas con su usado violín. Estoy segura de que Mari no hubiese echado de menos ni alboka ni trikitixa, y que se habría quedado con muchas ganas de alargar sus vacaciones en Maramures para conocer más a sus madrugadores y trabajadores habitantes, que saludan a los desconocidos con un sonoro: dimineata!

Mari, invita a Sugaar en el próximo puente a estas tierras encantadas, y no te preocupes por tu casa, que los montañeros sabremos disfrutar de ella y cuidarla hasta tu vuelta.

lunes, 13 de noviembre de 2006

Boceto de Ucrania

Si al principio del viaje alguien nos hubiese pedido que limitásemos la estancia en un país a cuatro o cinco días, le habríamos dicho que de qué estaba hablando, que eso no era tiempo suficiente ni para conocer un poco el país ni a sus gentes, ni siquiera para probar sus especialidades culinarias.

Bueno, pues tenemos que tragarnos nuestras propias palabras y admitir que hemos cruzado Ucrania en cuatro días. Por ello no somos capaces de escribir un retrato de este país, pero sí un pequeño boceto, donde queremos reflejar la impresión (corta pero profunda) que nos ha dejado este lugar que estaba en nuestro camino entre Rusia y Rumanía. Y es que, aunque hemos disfrutado de Ucrania por poco tiempo, ha sido suficiente para observar lo diferentes que son de sus vecinos rusos, incluso físicamente. Aquí nos hemos sentido todavía mucho más cerca de casa gracias a las caras que nos cruzábamos continuamente en la calle y que perfectamente podían ser compañeros de trabajo o de universidad de Vitoria. También su carácter más abierto y amable desde el primer momento que entablábamos conversación con ellos se diferenciaba del algo seco de los rusos, a los que les costaba más abrirse al principio.

La historia de Ucrania está repleta de invasiones y ocupaciones, y tal vez es por esta difícil, costosa y querida independencia conseguida en 1991 que los ucranianos exhiben orgullosos sus banderas en muchos rincones de la ciudad, ya sea como apoyo o como forma de protesta. Un país que nos gustó pero que no pudimos disfrutar como se merece, y al que nos gustaría volver, la próxima vez sin prisas.

domingo, 12 de noviembre de 2006

Lviv: sobreviviré

Si alguien me preguntase qué es lo que más me había gustado de Lviv, sin dudarlo un segundo le diría que el hotel donde nos alojamos la única noche que pasamos en esta pequeña ciudad. Un gran edificio de cien años de edad situado en pleno centro, con espléndidas figuras esculpidas en la fachada y grandes ventanas que dejaban entrever unos altísimos techos. Pero lo más impresionante era el interior. Se trataba de un hotel con mucha historia detrás que había quedado grabada en las paredes azules a juego con las pesadas cortinas de flores doradas que colgaban de muchos sitios y las mullidas alfombras que protegían las dos escaleras que conducían a los pisos superiores. Y qué decir del restaurante, donde nos sirvieron el desayuno, decorado con motivos chinos que parecían haber sido colocados allí hacía décadas, al igual que los dos simpáticos camareros que nos atendieron con mucha delicadeza y a los que se les notaba que llevaban muchos, muchos años tratando con mimo a los miles de clientes que habían pasado por este lugar salido de una novela.

El hotel no desentonaba en nada con el centro de la ciudad, con iglesias, torres y muchos edificios antiguos que sobrevivieron a las destrucciones de la Segunda Guerra Mundial, ya que Lviv escapó de los bombardeos; un centro antiguo original y sin renovaciones, que por desgracia se ha convertido en algo difícil de encontrar en esta parte de Europa.

A Lviv llegamos un domingo, justo a tiempo de ver la animación en la plaza central, los padres de relax con los más pequeños, los mayores juntándose para enterarse de los últimos chascarrillos, y muchas parejas jóvenes que aprovechaban las últimas horas de un día de ocio en alguna de las muchas cafeterías que hay por el centro. Y una vez más tuvimos que subir a lo alto de una colina para ver el tamaño de esta gran ciudad, que se nos antojaba pequeña al visitar su tranquilo centro.

Otra cosa de la que disfrutamos, y mucho, fue de las sabrosas pipas que vendían numerosas señoras en muchas de las calles más céntricas (0,20 euros por un vasito de pipas de girasol o de calabaza) que fueron nuestro combustible para poder llegar andando hasta uno de los cementerios más bonitos que nos hemos encontrado, quizá por esto de que es bonito y famoso teníamos que pagar la entrada y seguir una ruta preestablecida para admirar, entre otras, tumbas de famosas personalidades como Ivan Franko, escritor y poeta, y alguna otra que por desgracia nosotros desconocíamos, pero que resaltaban en este campo de losas por ser algunas de las más bellas y llamativas de todo el camposanto.


A las salida del viejo cementerio, aprovechamos un pequeño mercado que nos encontramos por casualidad en la acera de una empinada calle para volver con los vivos y llenarnos la panza con fruta y bollos para poder seguir pateando Lviv, ya que, por desgracia, descubrimos que de pipas sólo no se puede vivir, aunque estén riquísimas.

sábado, 11 de noviembre de 2006

Kíev: una gran desconocida

Kiev es la capital de Ucrania, el país europeo más grande en extensión (exceptuando Rusia, como siempre) y uno de los que menos sabemos. Ya desde el primer momento que salimos del tren cargados con nuestras inseparables mochilas, nos dimos cuenta de que estábamos en una ciudad importante. Llegamos a una gran estación de tren con numerosos andenes, muchísima gente esperando a la salida de su tren o a la llegada de algún familiar y, por suerte para nosotros, descubrimos que el lugar estaba lleno de pequeñas cafeterías donde tomarnos algo caliente mientras esperábamos a que amaneciese. Y la luz del sol nos trajo la posibilidad de buscar con facilidad un lugar donde dormir y donde dejar nuestro equipaje, y las vistas de una bonita ciudad que se desperezaba y comenzaba la rutina y el movimiento de un nuevo día.

Paseando disfrutamos del centro, lleno de antiguos y hermosos edificios que todavía lo eran más cuando por la noche los iluminaban para que todo el mundo no tuviese más remedio que fijarse en ellos. Nos encontramos por casualidad una calle tan bohemia que, incluso con mal tiempo y lluvia, estaba emperrada en mostrar a los artistas que la habitan y que se esforzaban en proteger sus numerosos cuadros para que no se mojaran. Y una vez más nos dimos cuenta de que nos habíamos alejado definitivamente de la zona tropical, porque los comercios y tenderetes en Kíev se concentraban en los pasos subterráneos construídos originalmente para permitir el paso de peatones de una acera a otra, y que ahora ofrecían otras ventajas, como la de protegerles del frío, la lluvia o la nieve, mientras disfrutaban de unas horas de compras o de descanso culinario.

De Ucrania sabíamos muy poco antes de ir y no tuvimos mucho tiempo para conseguir empaparnos de un poco de su historia y su cultura, pero algo que sí habíamos oído y sobre lo que queríamos saber más era sobre la tragedia en Chernóbyl y sus consecuencias; por ello visitamos el pequeño museo que se creó en Kíev para recordar a las víctimas. Encontramos que toda la información estaba en ucraniano, pero tuvimos la suerte de coincidir con un grupo que tenía una guía en inglés y pegamos el oído para ver de qué más nos podíamos enterar. Nos impresionó terriblemente ver un video sobre las primeras horas después del accidente, grabado en una ciudad cercana a Chernóbyl, y donde la gente hacía una vida normal ajena al peligro que estaban corriendo. O el video de los jóvenes soldados que se ofrecieron a limpiar de residuos el reactor porque les habían prometido que dos minutos de trabajo equivalían a dos años de servicio militar. Muchas imágenes y fotografías que se nos quedaron grabadas en la cabeza y que una vez más nos hizo pensar en lo peligrosa y estúpida que podemos llegar a ser la raza humana.

Pero también había cosas que dejaron bonitos recuerdos en nuestra memoria, que disfrutamos mientras notábamos cómo se nos ponían los pelos de punta por la emoción y la devoción que observamos en las numerosas personas que acudían a ofrecer sus respetos a los restos de los monjes que habitaron y murieron en el Monasterio de las Cuevas. Sus cuerpos se mantienen en buen estado gracias a las condiciones idóneas que hay en las cuevas, y es por eso que son todavía más venerados. Los cánticos y rezos acompañaron nuestra visita mientras admirábamos embobados y con la boca abierta los frescos que ocupaban por completo el techo de otra capilla abarrotada de fieles.

Iglesias, tiendas, edificios iluminados, calles bohemias, cafeterías, restaurantes, gente agradable y con ganas de disfrutar de las ciudad, éstas y otras muchas cosas más hacen que Kíev no tenga nada que envidiar a otras ciudades mucho más famosas. Kíev esta ahí, callada pero imponente.

viernes, 10 de noviembre de 2006

Tren Moscu- Kiev

Todos tenemos la noción de que una frontera es algo nítido, al menos en los mapas, una línea divisoria que ha costado muchísimo esfuerzo definir y que por lo tanto es lógico que sea tan rígida, tan sólida. Que dividan culturas diferentes es otro cantar y no lo vamos a discutir ahora, pero lo que sabemos seguro es que al menos la frontera ruso-ucraniana no es nada sólida, de hecho está hecha de chicle y el tren al entrar en contacto con ella no la traspasa directamente, sino que la estira y estira, y la arrastra consigo decenas de kilómetros hasta que al final se rompe y por fin consigue entrar en el país. Esa es la única explicación posible.

Este tren ucraniano era exactamente igual a los que habíamos cogido en Rusia, con la única excepción de que le habían quitado el acolchado a las literas, y como consecuencia de ello resultaban mucho más sanas para dormir. Todo lo demás era igual: mucha gente, un samovar con agua caliente y una provodnitsa de sangre fría. Al contrario de lo que nos habían comentado, cruzar la frontera rusa fue fácil: llegaron, sellaron y se fueron. Y se cerró detrás de nosotros con la misma facilidad. Era medianoche y nos extrañó ver que el tren avanzara sin cesar y nadie nos pidiera los documentos. ¿Será que ya hemos entrado en Ucrania? ¿Que no hace falta el pasaporte? Lo dudábamos. Lo que pasaba es que la frontera se había acoplado al tren y nos estaba escoltando. Visto desde el espacio debía ser espectacular: la línea roja divisoria se estaba moviendo a cien kilómetros por hora en dirección a Kiev y nosotros íbamos dentro de ella.

Poco a poco nos fuimos durmiendo hasta que a las dos nos despertaron para pedirnos los pasaportes, finalmente, sin parar el tren para nada, eso sí. Se nota que ya estamos en la zona de influencia de la Unión Europea, porque nuestros pasaportes ya no son mirados con recelo, sino que parecen salvoconductos, "¡Ah! ¿spanyol? cómo stá?" nos decía el joven policía que se sentó junto a mí en la litera y luego pasó a practicar su inglés conmigo, o me interrogaba sutilmente, no lo se; quizá sean gajes del oficio o es que los aduaneros no saben qué más preguntar: "Por qué venir Ucrania?", "cuánto tiempo?", "yo policía fronterizo, ¿tú?" me decía en un puro estilo Tarzán y Jane. Al ver los sellos de los demás países dijo: "Cuánto tiempo de vacaciones?". "Siete meses" dije yo. Los ojos le dieron un brinco mientras intentaba entenderlo mejor, "Un mes son treinta días, ¿ok? ¿Siete mes vacaciones?... ¡Méteme en tu mochila! je, je". Cuando parecía que el extraño interrogatorio nocturno estaba tornándose en algo más parecido a una conversación, sus compañeros le dijeron que ya era hora de seguir trabajando y se despidió: "Buena suerte en tuyo viaje".

Bueno, ya hemos cruzado la frontera, pensamos, y volvimos a caer en los brazos de Morfeo, aunque sólo duró dos horas más, porque a las cuatro, casi a las puertas de la capital, volvieron a despertarnos, unos doscientos kilómetros Ucrania adentro. El tono brusco que usaba el agente nos sobresaltó y, como no entendíamos nada y tampoco sabíamos qué más podían necesitar, nos quedamos sin reaccionar ante su inquisitiva mirada. Pero una chica que iba en la litera de arriba se sabía unas palabras mágicas, dijo: "Spanyol turist" y el extraño oficial de aduanas contesto "¡Ah!", se retiró, y el tren abandonó su papel de frontera itinerante. Las puertas de Ucrania se nos abrieron de par en par, ¡al fin!

jueves, 9 de noviembre de 2006

Retrato de Rusia

Dos bolas de idéntico tamaño se desplazan por un plano inclinado a una velocidad x. Si la masa de A es el doble que la de B ¿cuál de las dos recorrerá una mayor distancia una vez acabado el plano inclinado?.

Un problema básico de física. A sería el aparato del Estado y B el pueblo ruso, y el final del plano inclinado coincidiría con el desmoronamiento de la Unión Soviética, momento en el que la fuerza gravitatoria comunismo deja de tirar de ambos y los deja a los pies de un horizonte incierto. Seria lógico pensar que ambas se pararían a la vez y empezarían a moverse juntas en el sentido de la siguiente fuerza que se ejerciera sobre ellas, pero nos estaríamos olvidando de la fuerza que no existe pero que es muy poderosa: la inercia. La respuesta correcta al problema sería:
El aparato del Estado tiene una masa enorme, por lo que el cambio de comunismo a capitalismo no es suficiente para frenarlo o hacerle alterar su dirección. Así que, por desgracia, para los turistas la bola A recorrerá todavía mucha distancia, y conseguir un visado o seguir las normas establecidas de registro en cada uno de los hoteles en los que uno se queda seguirá siendo un requerimiento inexcusable y que provocará muchos más quebraderos de cabeza.
Existen incluso hoteles en los que no aceptan extranjeros más de dos noches seguidas, y en otros en absoluto, aparentemente para evitar el papeleo que tienen que rellenar para justificar nuestra presencia allí y que las autoridades no dudarán en exigir, como si todavía viviésemos en los tiempos de la guerra fría. Pero lo peor es que esas mismas autoridades hacen que Rusia parezca una república bananera, aprovechan cualquier resquicio de la mastodóntica reglamentación rodante para sacarse unos cuartos extras de manos de los turistas. Esto hace que en Rusia la presencia policial en las calles diste mucho de aportar seguridad; al contrario, incluso con todos los papeles en regla y sin haber cometido ningún delito, la sensación que uno tiene es de vulnerabilidad, como tuvimos el honor de experimentar en Moscú.


Pero el enunciado del problema es incompleto, no comenta que bola "aparato del Estado" es de una madera tan densa que ni flota, mientras que "pueblo ruso" es de un ligero metal y hace tiempo que está siendo atraída por una nueva fuerza magnética llamada economía de mercado. Los primeros tiempos fueron muy duros, pero "gracias" a un débil rublo y a la consiguiente imposibilidad de importación, los rusos comenzaron a producir ellos mismos lo que necesitaban, y como consecuencia emergió una clase media que más tarde, ayudada por el impulso económico del país debido al desorbitado precio del petróleo y del gas (ambos abundantes en Rusia), parece que empieza a hacer pie. Y es que, si no fuese por el papeleo y la constante presencia militar, pocas cosas recordarían la época en la que ambas bolas iban juntas por el plano inclinado. Hay un parque en Moscú en el que han colocado muchas estatuas sobrantes -de líderes comunistas hoy ya caídos en desgracia y que pasan la jubilación apelotonadas en un jardín poco cuidado y menos visitado- y camino a él se pasa por una zona donde con un poco de imaginación se puede sentir el lujo de la Rusia zarista revitalizado, cuando Moscú era la capital asiática de Europa, exótica, llena de iglesias y donde se hablaba francés.
Y no sólo es que los nuevos ricos disfruten de los lujos que ahora les son tan accesibles, sino que hasta les queda bien; es como si hubiesen nacido para ello; deben haber olvidado que de jóvenes vivían en apartamentos del Estado. Pero poco importa eso ya, pensarán mientras se suben a sus todoterrenos BMW con sus impecables abrigos, sus brillantes zapatos y orgullosas miradas, atrás quedaron ya esos tiempos para no volver, y hoy Rusia es un país moderno, rico y democrático, como ellos. ¿O no? Pues, por lo que hemos visto, Rusia no es una sino dos. Una es como ellos la quieren imaginar, rica, histórica, poderosa, sofisticada, moderna, y su capital es Moscú. Pero hay otra que no es así, y Moscú queda tan lejos que les debe ser tan misteriosa como la cara oculta de la luna. Esa Rusia está al este y es rural, pobre, ortodoxa y repleta de casas de madera, menos en las mayores ciudades donde las han cambiado por edificios y humo grises. Y es que, como en todo campo, la atracción es inversamente proporcional al cuadrado de la distancia, y lejos de Moscú las cosas van lentas.

Y aquí distancias tienen muchas, este país es tan grande que no cabe en un continente. Desde pequeño su mención me traía imágenes de un suelo blanco y nevado, inmensas extensiones arboladas, trineos a caballo, las extrañas cúpulas de la Plaza Roja y sus desfiles militares, vodka, Lenin... Y eso sin mencionar a la gente, que me la imaginaba fría y seca como el clima. Esta imagen estaba además corroborada por gente que nunca había estado allí, pero que añadían que son muy agresivos y que tuviésemos cuidado con ellos. Pues ni siquiera es cierto que sean fríos, todo lo contrario, son muy abiertos. Si estás en una estación y no consigues comunicarte con quien te está vendiendo los billetes, es como pedir a gritos hacer amigos. Alguien que hable un poco de inglés se te acercará y te ayudará, y es probable que acabéis cenando juntos. Esta es una de las cosas que más nos ha sorprendido de este país, la amabilidad y ganas de comunicarse de la gente, la facilidad con que sonríen, incluso los que trabajan detrás de una ventanilla.

Algunos notarán que no hemos comentado su conciencia democrática, y me temo que es mejor así. Es un tema demasiado complicado y del que apenas sabemos nada, aunque, por desgracia, los periódicos nos ponen al día cada poco tiempo. Sólo espero que les vaya bien, tanto por ellos, que se lo merecen, como por nosotros, porque es un país que no se puede obviar y que cada movimiento que da nos hace recolocarnos en el sofá. Ojalá la reluciente bola de metal ruede mucho y nosotros podamos volver para verla, aunque quizás esperemos a que la pesada bola de madera se pare, o se pudra (lo que suceda primero).

miércoles, 8 de noviembre de 2006

Vladimir: jubilación feliz

Qué bonita es una soleada mañana de invierno, sobre todo si está todo nevado y no hay que trabajar. Los rayos del sol, de un blanco limpísimo, arrancan efímeras estrellas de la nieve que se ha helado durante la noche y que, vista desde un tren en marcha, parece una manta con brillantina. La ciudad de Vladímir nos recibió abrigada con ese blanco edredón de silencio, pero, según avanzaba el día, el ajetreo cotidiano fue ensuciando las zonas más expuestas, como siempre sucede en estos casos, y el blanco pasó a marrón y el silencio a un sordo ruido de chapoteo.

No hay nada como una jornada así para darse cuenta de lo cansado que puede llegar el día al anochecer, de cómo ha cambiado su estado de ánimo desde la mañana, de cuánto necesita el reposo nocturno para empezar de nuevo, sobre todo si se vuelve a cubrir de un regenerador manto algodonado.
Del mismo modo el invierno nos enseña cómo está cambiando el carácter de nuestro viaje, y no sólo porque hace frío y apetece llegar antes al hotel, o porque a las cuatro y media empieza a hacerse de noche y poco queda por hacer, sobre todo si uno va con un presupuesto aprestado. Todo eso no hace sino acentuar otra diferencia.

Durante todo el viaje nuestro pasatiempo favorito ha sido pasear largas caminatas por las ciudades, pueblos y campos, como una especie de reconocimiento del terreno constante pero sin orden, en el que la clave está en perderse lo más posible. Todavía hoy esa es nuestra forma preferida de conocer un lugar, pero si en verano y en Asia era fácil encontrarse con algo o alguien interesante al doblar cada esquina, y casi siempre era difícil elegir un camino por lo atractivos que resultaban todos ellos, ahora, en Europa y en invierno, uno tiene que saber bien hacia dónde va y olvidarse de observar cómo pasa la vida sentado en un banco. Por supuesto que el frío tiene mucha culpa de ello, pero también hay que tener en cuenta las diferencias culturales. En Asia parecen vivir hacia afuera, ejemplo de ello son las tiendas sin escaparate sino abiertas de par en par como almacenes, cuando por aquí no es fácil saber ni dónde comer por lo escondidas que están las escasas cantinas. Se acabaron ya los puestos ambulantes por todo los lados del hervidero caótico de Asia, y entramos en el eficiente destilador europeo, donde todo el mundo se mueve con una intención clara y preestablecida, y las cosas suceden de puertas para adentro.


A esto tenemos que sumarle el zarpazo que los precios le dan a nuestro presupuesto y a consecuencia de todo ello, pasamos mucho más tiempo que antes en el hotel, leyendo, escribiendo, jugando a las cartas o viendo la tele (nunca mejor dicho porque escucharla no vale de mucho), lo que nos crea la ilusión de estar ya en casa, todo resulta familiar y cotidiano, pero no queremos dormirnos, que todavía no hemos llegado.

Así que a la mañana siguiente nos despertamos temprano y descubrimos que no ha nevado sino helado, y hacemos nuestras mochilas una vez más antes de volver a pasear, esta vez con más cuidado para evitar resbalones. Vladímir se despereza poco a poco; los clavos de las ruedas rompen el hielo de la carretera, mientras los coches de niños se transforman en trineos, al igual que los carritos de la compra tirados por gente escondida tras su propio aliento congelado. Y debe de ser también la neblina invernal la que oculta la ciudad, porque, tras una apariencia de pueblo lleno de iglesias, se puede entrever -desde uno de los muchos miradores- una gran ciudad de la que el centro parece totalmente ajeno, no deja que le cambie el ritmo sosegado con el que ha decidido vivir su jubilación. Cuando era joven Vladímir compitió con Moscú en importancia, pero hoy sólo quedan unas espléndidas iglesias, como si fuesen trofeos ganados en competiciones escolares, para recordarle las carreras en las que ganó y poder contar batallitas a sus nietos.

Antes de que le de tiempo a derretir el hielo de las calles, el sol empieza a caerse por el precipicio del horizonte y nos replegamos hacia nuestro cálido hogar de alquiler. Por el camino nos cruzamos con poca gente, y sólo el humo que sale de las chimeneas nos recuerda la presencia de aquellos que habíamos visto a lo largo del día y que ya han abandonado las frías y desiertas calles y se afanan en iluminar sus tardes con luz artificial, al igual que nosotros.