viernes, 10 de noviembre de 2006

Tren Moscu- Kiev

Todos tenemos la noción de que una frontera es algo nítido, al menos en los mapas, una línea divisoria que ha costado muchísimo esfuerzo definir y que por lo tanto es lógico que sea tan rígida, tan sólida. Que dividan culturas diferentes es otro cantar y no lo vamos a discutir ahora, pero lo que sabemos seguro es que al menos la frontera ruso-ucraniana no es nada sólida, de hecho está hecha de chicle y el tren al entrar en contacto con ella no la traspasa directamente, sino que la estira y estira, y la arrastra consigo decenas de kilómetros hasta que al final se rompe y por fin consigue entrar en el país. Esa es la única explicación posible.

Este tren ucraniano era exactamente igual a los que habíamos cogido en Rusia, con la única excepción de que le habían quitado el acolchado a las literas, y como consecuencia de ello resultaban mucho más sanas para dormir. Todo lo demás era igual: mucha gente, un samovar con agua caliente y una provodnitsa de sangre fría. Al contrario de lo que nos habían comentado, cruzar la frontera rusa fue fácil: llegaron, sellaron y se fueron. Y se cerró detrás de nosotros con la misma facilidad. Era medianoche y nos extrañó ver que el tren avanzara sin cesar y nadie nos pidiera los documentos. ¿Será que ya hemos entrado en Ucrania? ¿Que no hace falta el pasaporte? Lo dudábamos. Lo que pasaba es que la frontera se había acoplado al tren y nos estaba escoltando. Visto desde el espacio debía ser espectacular: la línea roja divisoria se estaba moviendo a cien kilómetros por hora en dirección a Kiev y nosotros íbamos dentro de ella.

Poco a poco nos fuimos durmiendo hasta que a las dos nos despertaron para pedirnos los pasaportes, finalmente, sin parar el tren para nada, eso sí. Se nota que ya estamos en la zona de influencia de la Unión Europea, porque nuestros pasaportes ya no son mirados con recelo, sino que parecen salvoconductos, "¡Ah! ¿spanyol? cómo stá?" nos decía el joven policía que se sentó junto a mí en la litera y luego pasó a practicar su inglés conmigo, o me interrogaba sutilmente, no lo se; quizá sean gajes del oficio o es que los aduaneros no saben qué más preguntar: "Por qué venir Ucrania?", "cuánto tiempo?", "yo policía fronterizo, ¿tú?" me decía en un puro estilo Tarzán y Jane. Al ver los sellos de los demás países dijo: "Cuánto tiempo de vacaciones?". "Siete meses" dije yo. Los ojos le dieron un brinco mientras intentaba entenderlo mejor, "Un mes son treinta días, ¿ok? ¿Siete mes vacaciones?... ¡Méteme en tu mochila! je, je". Cuando parecía que el extraño interrogatorio nocturno estaba tornándose en algo más parecido a una conversación, sus compañeros le dijeron que ya era hora de seguir trabajando y se despidió: "Buena suerte en tuyo viaje".

Bueno, ya hemos cruzado la frontera, pensamos, y volvimos a caer en los brazos de Morfeo, aunque sólo duró dos horas más, porque a las cuatro, casi a las puertas de la capital, volvieron a despertarnos, unos doscientos kilómetros Ucrania adentro. El tono brusco que usaba el agente nos sobresaltó y, como no entendíamos nada y tampoco sabíamos qué más podían necesitar, nos quedamos sin reaccionar ante su inquisitiva mirada. Pero una chica que iba en la litera de arriba se sabía unas palabras mágicas, dijo: "Spanyol turist" y el extraño oficial de aduanas contesto "¡Ah!", se retiró, y el tren abandonó su papel de frontera itinerante. Las puertas de Ucrania se nos abrieron de par en par, ¡al fin!

No hay comentarios: