miércoles, 8 de noviembre de 2006

Vladimir: jubilación feliz

Qué bonita es una soleada mañana de invierno, sobre todo si está todo nevado y no hay que trabajar. Los rayos del sol, de un blanco limpísimo, arrancan efímeras estrellas de la nieve que se ha helado durante la noche y que, vista desde un tren en marcha, parece una manta con brillantina. La ciudad de Vladímir nos recibió abrigada con ese blanco edredón de silencio, pero, según avanzaba el día, el ajetreo cotidiano fue ensuciando las zonas más expuestas, como siempre sucede en estos casos, y el blanco pasó a marrón y el silencio a un sordo ruido de chapoteo.

No hay nada como una jornada así para darse cuenta de lo cansado que puede llegar el día al anochecer, de cómo ha cambiado su estado de ánimo desde la mañana, de cuánto necesita el reposo nocturno para empezar de nuevo, sobre todo si se vuelve a cubrir de un regenerador manto algodonado.
Del mismo modo el invierno nos enseña cómo está cambiando el carácter de nuestro viaje, y no sólo porque hace frío y apetece llegar antes al hotel, o porque a las cuatro y media empieza a hacerse de noche y poco queda por hacer, sobre todo si uno va con un presupuesto aprestado. Todo eso no hace sino acentuar otra diferencia.

Durante todo el viaje nuestro pasatiempo favorito ha sido pasear largas caminatas por las ciudades, pueblos y campos, como una especie de reconocimiento del terreno constante pero sin orden, en el que la clave está en perderse lo más posible. Todavía hoy esa es nuestra forma preferida de conocer un lugar, pero si en verano y en Asia era fácil encontrarse con algo o alguien interesante al doblar cada esquina, y casi siempre era difícil elegir un camino por lo atractivos que resultaban todos ellos, ahora, en Europa y en invierno, uno tiene que saber bien hacia dónde va y olvidarse de observar cómo pasa la vida sentado en un banco. Por supuesto que el frío tiene mucha culpa de ello, pero también hay que tener en cuenta las diferencias culturales. En Asia parecen vivir hacia afuera, ejemplo de ello son las tiendas sin escaparate sino abiertas de par en par como almacenes, cuando por aquí no es fácil saber ni dónde comer por lo escondidas que están las escasas cantinas. Se acabaron ya los puestos ambulantes por todo los lados del hervidero caótico de Asia, y entramos en el eficiente destilador europeo, donde todo el mundo se mueve con una intención clara y preestablecida, y las cosas suceden de puertas para adentro.


A esto tenemos que sumarle el zarpazo que los precios le dan a nuestro presupuesto y a consecuencia de todo ello, pasamos mucho más tiempo que antes en el hotel, leyendo, escribiendo, jugando a las cartas o viendo la tele (nunca mejor dicho porque escucharla no vale de mucho), lo que nos crea la ilusión de estar ya en casa, todo resulta familiar y cotidiano, pero no queremos dormirnos, que todavía no hemos llegado.

Así que a la mañana siguiente nos despertamos temprano y descubrimos que no ha nevado sino helado, y hacemos nuestras mochilas una vez más antes de volver a pasear, esta vez con más cuidado para evitar resbalones. Vladímir se despereza poco a poco; los clavos de las ruedas rompen el hielo de la carretera, mientras los coches de niños se transforman en trineos, al igual que los carritos de la compra tirados por gente escondida tras su propio aliento congelado. Y debe de ser también la neblina invernal la que oculta la ciudad, porque, tras una apariencia de pueblo lleno de iglesias, se puede entrever -desde uno de los muchos miradores- una gran ciudad de la que el centro parece totalmente ajeno, no deja que le cambie el ritmo sosegado con el que ha decidido vivir su jubilación. Cuando era joven Vladímir compitió con Moscú en importancia, pero hoy sólo quedan unas espléndidas iglesias, como si fuesen trofeos ganados en competiciones escolares, para recordarle las carreras en las que ganó y poder contar batallitas a sus nietos.

Antes de que le de tiempo a derretir el hielo de las calles, el sol empieza a caerse por el precipicio del horizonte y nos replegamos hacia nuestro cálido hogar de alquiler. Por el camino nos cruzamos con poca gente, y sólo el humo que sale de las chimeneas nos recuerda la presencia de aquellos que habíamos visto a lo largo del día y que ya han abandonado las frías y desiertas calles y se afanan en iluminar sus tardes con luz artificial, al igual que nosotros.

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