sábado, 30 de septiembre de 2006

Retrato de China

China va muy rápido, China tiene prisa, va cuesta abajo y sin frenos por la senda del mercado libre y se lleva por delante todo lo que se le ponga por medio. Las grandes ciudades, que aquí lo son mucho, están llenas de gente a la moda y cochazos conducidos por hombres de negocios que han sabido aprovechar las oportunidades que se les han puesto delante desde que cortaron la cinta roja e inauguraron la China capitalista. Aceleraron a fondo y desde entonces no han levantado el pie del pedal y, por lo que se ve, tampoco miran mucho por el espejo retrovisor, todo lo que necesitan está delante. Y así va el país, viento en popa a toda vela, con los ostentosos mercedes negros escapados tirando de un pelotón de coches menos potentes pero bien guiados que, gracias a la inclinación del terreno y la falta de curvas, consiguen llevar hasta el límite sus motores, y todo el mundo está feliz con la velocidad de la carrera, que parece ir acorde con el carácter de esta gente impaciente, incapaz de esperar en una cola, al camarero, para ir al baño, o cualquier otra actividad que requiera no hacer nada durante un tiempo, que aquí es más oro que en ningún otro lugar.
Pero cuando la polvorienta estela del pelotón se reposa, a lo lejos se alcanza a ver un grupo de retrasados, bastante mayor de lo que uno quisiera, que no están motorizados, sino que tiran de carros con bicicletas o con sus propios pasos, y que han desistido de alcanzar al cada vez más lejano pelotón.

Todo esto ocurre bajo la constante vigilancia del partido comunista, que es quien marca la ruta, planta señales, pinta líneas y pone peajes. Y es que poco le queda al gobierno chino de sus orígenes, a no ser por el espíritu totalitario del régimen. Quizá sea por el parecido entre las dos palabras pero han pasado de comunismo a consumismo en un abrir y cerrar de ojos. Abandonado ya el sueño de una sociedad igualitaria y justa, simplemente se dedica a controlar la explosión capitalista para que no le queme las cejas, aunque igual simplemente no sea la palabra adecuada, ya que controlar a 1.300 millones de personas no debe ser tarea fácil y la verdad es que hasta el momento lo están haciendo de una manera muy eficiente. Para ello han tenido que usar mano dura como demostraron en Tiananmen en el 89, pero también han tenido que abrir muchas válvulas de escape y están creando una estampa que resulta difícil de entender para un extranjero, y quizás para ellos mismos.

Si por un lado todos los ojos miran hacia el futuro y la famosa nueva China, la del libre mercado, el progreso, el crecimiento imparable..., las carteleras de los cines y la televisión están constantemente emitiendo series en las que se narran superficiales historias de amor entre emperadores y emperatrices, príncipes y princesas o guerreros y doncellas, ambientadas todas ellas en la vieja China. Así que entre la vieja China y la nueva China resulta haber un entreacto, la media China, y que hoy parece casi un tropezón en sus 5.000 años de historia, algo extraño, ya que es precisamente entonces cuando entra en escena el partido comunista, que intentó borrar del mapa la tradición y denostaba la idea del mercado libre, pero que actualmente pregona ambas como propias. Y quizá sea así como debe ser, la única forma de mantenerse en equilibrio es fomentando los dos extremos al mismo tiempo: por un lado el crecimiento económico los hace cada vez más poderosos, pero la clase media puede empezar a exigir libertades que no están dispuestos a conceder, por lo que la historia imperial es un buen referente para justificar la falta de democracia y las enseñanzas de Confucio ayudan a enfatizar la importancia de respetar al líder. Nueva China vs. Vieja China, Ying Yang, la tradición taoísta al servicio del partido comunista.

Pero poco de esto es aparente cuando uno llega. La primera imagen de China no es muy alagadora: los hombres fuman como carreteros, lo cual no hace más que empeorar la difundida costumbre de escupir ruidosamente, aunque el ruido no parece molestarles mucho, ya que, no sólo hablan a voces, sino que al comer aspiran las sopas y mascan con la boca abierta todo lo demás, como un niño aprendiendo a comer; y la higiene en los aseos brilla por su ausencia: un baño típico no es más que un agujero en el que la mierda se apila hasta..., bueno, no se hasta cuándo; todo un contraste con la imagen de país refinado y sutil que se podría tener al admirar el arte que han creado. Pero por suerte estas diferencias culturales son fáciles de asimilar, al igual que es fácil disfrutar de la comida china; o, mejor dicho, comidas chinas, ya que cada región tiene sus apetitosas especialidades, servidas en restaurantes que están a tope. En realidad todo está a tope: restaurantes, tiendas, calles, lugares históricos, parques... llenos de chinos. Si hace un par de décadas apenas se movían para visitar lugares sagrados, y dos décadas antes necesitaban permisos para poder salir de sus pueblos, hoy los chinos viajan incansablemente a lo largo y ancho de su tierra media, y llenan hoteles, echan vías de tren hasta los lugares mas recónditos y construyen funiculares para llegar a donde sus ennegrecidos pulmones no les dejarían andando, y siempre van en grupos, ruidoso grupos de gente fascinada por la belleza de su patria. Están orgullosos de su ayer y son conscientes de su importancia en el mundo de mañana, tanto que parecen creer que se valen por si solos, que no nos necesitan ni como turistas. ¡Atención mundo: abran paso que llega China!

viernes, 29 de septiembre de 2006

Pekín: la cuenta atrás

“677 días, 20 horas, 30 minutos”, eso decía el contador con números en rojo que está colocado en uno de los laterales de la Plaza de Tiananmen, "las olimpíadas en Beijing comienzan el 8 del 8 del 2008", era el eslogan final. Y es verdad que la cuenta atrás ha comenzado; de hecho, lo hizo hace tiempo. La ciudad se prepara para recibir el gran acontecimiento con un buen lavado de cara. Es fácil ver en cualquier esquina vallas de obras, excavadoras horadando el terreno o edificios cubiertos de andamios. Esta fiebre renovadora se nota especialmente en los lugares más turísticos de Pekín, como el Palacio de Verano o la Ciudad Prohibida, donde nos quedamos sin ver los edificios más importantes porque estaban cerrados al público. En otros sitios, como el templo lamaísta de Yonghe, el olor a pintura era todavía muy evidente. Todo está tan nuevo que parece recién construído con unos brillantísimos colores donde no se aprecia una sola grieta, quitándole, a nuestro parecer, todo el encanto de lo que debería ser un edificio antiguo.

El perfil de la ciudad cambia continuamente: donde antes había casas bajas, ahora se alzan los esqueletos de futuros centros comerciales, edificios de oficinas, lujosos hoteles o caros apartamentos que reflejan el avance hacia la modernidad y la prosperidad de una ciudad que huye de lo viejo. La peor parte de esta lucha contra lo antiguo se la llevan los hurones: pequeños barrios de casas bajas, muchas de ellas con patios, que forman un enrejado de calles muy estrechas gracias a los muros que las rodean y las aíslan del exterior. He leído que, de los 2.600 hutones que quedaban en Pekín, se planea mantener solo 25. Mucha de la gente que los habita ha sido realojada en la periferia de la capital, y es un poco triste ver zonas de estos barrios laberínticos demolidas, y en las casas que quedan en pie a la gente que parece esperar a que llegue el camión para trasladar sus pertenencias.

Nuestro hotel se encontraba en uno de esos hutones que quedan en pie, en un lugar privilegiado del centro de Pekín, a pocos minutos en bicicleta de la plaza de Tiananmen y de la Ciudad Prohibida. Una de las cosas más agradables de nuestra rutina diaria era pedalear por la ciudad y salir de la calle central, ruidosa y llena de coches, autobuses y gente, para entrar en el hutón donde estaba nuestro hotel y disfrutar de la tranquilidad y el silencio que se respiraban en él . Durante las dos semanas que hemos pasado en Pekín no he dejado ni un día de preguntarme cuándo irían a demolerlo, porque su envidiada localización y el gran número de hoteles caros y centros comerciales que se acumulan a su alrededor le auguran un futuro de escombros.

Para escapar de tanto barullo de coches, excavadoras, preparativos para las Olimpíadas y para el 1de Octubre (Día Nacional de China), nos fuimos a visitar la Gran Muralla en su estado más puro. Nos recomendaron ir a un lugar tan poco visitado que no sabían ni el nombre y no nos decepcionó en absoluto, porque pudimos ver viejos tramos de muralla surcando las montañas como si fueses parte natural de ellas, trozos derruídos por culpa de la acción del tiempo y otros que habían sido reconstruídos. Bueno, en el cartel de la entrada decía: "Cerrado por remodelación", pero nosotros no vimos a nadie trabajando; de hecho, no vimos a nadie. La muralla era única y exclusivamente para nosotros y nuestros tres acompañantes, todo un lujazo.

En cuanto pusimos el pie en ella nos dimos cuenta de que había caído un mito, ya que físicamente no es posible que la Gran Muralla de China se pueda ver desde la Luna. El lugar donde estábamos nosotros y la muralla que veíamos a lo lejos no tenia mas de tres metros de ancho y se encontraba cubierta de hierbas, ramas y arbustos en muchos lugares, lo que hacia que se confundiese con el entorno. Además leímos que la Gran Muralla no es una sola sino una sucesión de tramos no unidos entre sí y construídos en las zonas más accesibles para evitar la entrada de los invasores mongoles. Aunque en algunos tramos tiene varios cientos de metros de longitud, las murallas se superponen unas enfrente de otras en varias zonas. Pero, a pesar de la decepción por descubrir que algo que habíamos creído durante tanto tiempo no era real, la muralla nos impresionó tremendamente y nos hizo sentirnos como críos mientras escalábamos y saltábamos de piedra en piedra para poder recorrerla. Otra gran obra de la locura humana, de las que tantas hemos visto en China. Como la Plaza de Tiananmen, la plaza más grande y ancha del mundo. Tres cosas nos llamaron la atención poderosamente cuando la visitamos, varias veces a lo largo de las dos semana: su gran tamaño y sobre todo la gran carretera de doble sentido con tropecientos carriles y lo obvio que resulta ver que no se había construído para absorber el terrible caos circulatorio que posee Pekín, sino más bien para lucir y admirar los multitudinarios desfiles militares con toda su pompa, a los que tan acostumbrados nos tienen los países comunistas.

Tan multitudinarios como el número de gente que acude diariamente a observar la subida y bajada de la bandera, de lo que se ocupan los militares que vigilan y patrullan día y noche la plaza, con un vistoso pero corto, desfile que la gente no se quiere perder y que coincide con la salida y la puesta del sol. Para nuestra desgracia descubrimos que hay la misma gran cantidad de gente observando el espectáculo a la mañana como a la tarde, un madrugón que no nos sirvió de mucho, porque encima la bandera ya ondeaba en lo alto del mástil para cuando nosotros conseguimos aparcar nuestras bicicletas.
Y por ultimo y lo que más gracia nos hizo y menos entendimos fue el hecho de que la plaza parece tener horario de apertura y cierre. La valla que la rodea sólo tiene dos pequeñas entradas, que al parecer se cierran cuando llega la noche y después de que han echado al último turista que se afana en conseguir una instantánea de este famoso lugar, al que Mao Zedong no quita ojo desde su privilegiado mirador.

sábado, 16 de septiembre de 2006

Tren Xian- Pekín



Para comprar un billete de tren en China no hace falta hablar mucho chino, vale con chapurrear los números y poco más; lo que sí hace falta es paciencia. Y es que, por mucho que cada fila esté separada por una gruesa valla, esto no impide que alguno se intente colar, con toda la cara dura del mundo, simplemente van hasta la taquilla por el pasillo de salida y alargan el brazo hasta que consiguen meterlo por la ventanilla y se van con su billete tan panchos. Algunos taquilleros los suelen mandar a lo que entendemos debe ser el final de la cola, aunque quizá sea a hacer gárgaras, pero la mayoría parecen demasiado cómodos, sentados en sus acolchados sofás con rueditas al fresco del aire acondicionado de las espaciosas peceras donde están metidos, como para preocuparse por las pequeñeces de los apretujados mortales al otro lado del grueso cristal. Los chinos de la fila tampoco les llaman la atención a estos jetas, pero, claro, nosotros no somos chinos y, con un sutil y medido gesto con el dedo índice, les indicamos que...; bueno, os hacéis una idea. Pero esta vez no funcionó, de los cuatro que se nos intentaron colar, tres blandieron un carné de color rojo mientras nos señalaban algo escrito sobre la ventanilla, pero, como ya os he dicho antes, nosotros no somos chinos, por lo que tuvimos que imaginarnos que pondría algo así como "Si se te cuelan te jodes, que tienen carné rojo y tú no". ¡Ah! el cuarto no tenía carné rojo, por lo que siguió la dirección que le mostró nuestro índice sin rechistar.

Dentro del tren es otra historia. Por lo que se ve, según te vas acercando a Pekín, los trenes suben de categoría, porque era más caro pero también más moderno, silencioso y rápido que los anteriores, que tampoco estuvieron nada mal. Y es que la red ferroviaria china es muy buena: A diferencia de sus vecinos de sur, aquí no tienen una sola vía sino dos, por lo que no hay que esperar a que pasen los trenes que vienen en sentido contrario para poder seguir, y así también se evita el riesgo de aparatosas colisiones, y la calidad del servicio también es mayor, pero a cambio se pierden ciertas libertades que disfrutábamos antes, como movernos a nuestro antojo por el tren, abrir las puertas de los vagones en marcha y, por supuesto, subir al techo, aunque eso sólo lo pudimos hacer en Camboya. Ahora todo resulta mucho más ordenado, eficiente, puntual, casi aséptico si no llega a ser por algún que otro guarrillo. Y aunque todas esas cualidades sean positivas, la verdad es que dicho así queda algo aburrido ¿verdad? Pues quizá sea ese uno de los peajes que tienen que pagar los países en el camino a la modernidad, con sus normativas, homologaciones y estándares para todo.

Pero, si bien es cierto que ya no se respira el ambiente distendido de Malasia, Tailandia, Camboya y en cierta manera Vietnam, donde el tren, además de un medio de transporte, podía ser un mercado, una sala de juegos y un lugar de reunión con amigos, no es menos cierto que al menos esta vez la gente de nuestro vagón parecía extrañamente alegre, quizás de la emoción de aproximarse a su capital. Tanto es así que para las seis de la mañana muchos ya estaban despiertos, y para desesperación de Susana no paraban de cotorrear como si estuviesen solos en el tren.

Gracias a ellos pudimos disfrutar del paisaje las últimas tres horas de viaje, antes de llegar a la ciudad imperial.

viernes, 15 de septiembre de 2006

Xian: degustación gastronómica

Xian es una ciudad bulliciosa, llena de gente, de coches y autobuses, de altos edificios y de centros comerciales. En principio no parece muy diferente a otras grandes ciudades que hemos visitado anteriormente, pero Xian esconde tres maravillas que hicieron que nos quedara un buen recuerdo del lugar. Durante la época de la Ruta de la Seda, esta ciudad era el destino final de las caravanas que transportaban sus preciadas mercancías a lo largo de Asia y Europa y fue en parte por esto que Xian prosperó, y mucho. La Ruta de la Seda no sólo trajo prosperidad a la ciudad, también culturas, gentes y religiones de otras partes del continente, que vieron una buena oportunidad en el creciente progreso de la zona, como es el caso de los musulmanes que llegaron desde Asia Central. Muchos de los descendientes de aquellas familias todavía viven en el barrio musulmán, donde se dedican a su vida cotidiana, pero sin olvidar sus costumbres.

Nuestro pasatiempo favorito durante los cuatro días que estuvimos aquí era perdernos por las numerosas calles de este barrio y dejarnos llevar por las escenas que contemplábamos. Aquí las castañas no se asan, sino que se tuestan en unos grandes barreños que rotan continuamente; los bollos rellenos de carne o de verdura y cocinados al vapor se preparan en grandes cantidades en enormes cocederos que se apilan uno encima del otro; los postres, que se ven más durante la noche, se preparan con arroz y mucho azúcar, y desde cualquier esquina llega el apetitoso olor de los pinchos de cordero asándose en las brasas.


En otras calles más escondidas los hombres se afanan en buscar el perfecto adversario para vencer en alguna de las terribles peleas de grillos, toda una tradición en China desde hace siglos y que parece ocuparles las tardes enteras. Y en las calles más céntricas los turistas esquivan a los insistentes vendedores de souvenirs, que ven como algo obligatorio el que se lleven un recuerdo de su ciudad. Todo un laberinto de sorpresas que nos dio la oportunidad de disfrutar del lugar y de sus sabores. No puedo dejar de recomendar la pata de cordero asada y muy especiada que se cocina aquí, y que hace que se me haga la boca agua mientras escribo estas líneas... ¡ummmm!

Otra maravilla que esconde Xian son los archifamosísimos guerreros de terracota, que fueron descubiertos por casualidad por unos agricultores que buscaban agua, y que se han convertido en una de las atracciones más importantes de China. A mú lo que más me impresionó fue que todos tienen distintas caras, ninguno es igual a otro y, teniendo en cuenta que hay más de 7.000 y que se fabricaron hace más de 2.000 años, hizo que apreciase mejor esta maravilla creada por la locura humana. A pesar de que sólo se ha excavado y reconstruído un tercio de lo que se supone que es un auténtico ejército, fue suficiente para dejarme con la boca abierta después de ver el tamaño humano que tienen y la posición en que se encuentran, como si de verdad estuviesen dispuestos a atacar en cualquier momento para defender a su emperador Qin Shi Huang. ¡Algo realmente grave tuvo que hacer este emperador para hacerse proteger después de muerto de semejante manera!

Porque de protección parece que saben mucho en esta zona. No hay más que bajar del tren y admirar la inmensa, no sólo por alta sino también por ancha, muralla que rodea el centro de la ciudad. En una de las torres conté 38 pasos de puerta a puerta, y los hice bien largos. A nada que te despistas andando por la ciudad es muy fácil darse de morros contra ella y seguirla por alguna de sus caras resultó ser mucho más divertido de lo que pensábamos, y eso que la idea de recorrerla en bicicleta nos rondó la cabeza un par de veces. Pero andando a ras del suelo vimos rincones y callejones que esperaban a ser descubiertos y que nosotros visitamos con agrado, porque al final es lo que más nos gusta.

lunes, 11 de septiembre de 2006

Tren Chengdu-Xian

Hubo un tiempo en que no había teléfonos móviles, no se si fueron mejores o peores, pero de lo que estoy seguro es de que dormir en el tren nocturno era más fácil entonces. Ya, ya se que los móviles tienen modo de “silencio” y “vibrador” -que además por la noche podría resultar especialmente útil-, pero a los chinos no parecen gustarles las sutilezas, por lo que hasta bien entrada la noche los pi, po-pi, tarari-po-pi y la versión polifónica de la canción china del verano se ocuparon de no dejarnos relajar los parpados. Pero por lo demás tuvimos mucha suerte, en un vagón de sesenta camas duras, que en realidad no lo eran tanto, lleno hasta los topes, sólo había cinco que roncasen, menos del 10%, toda una rareza estadística, y además el de debajo de mí no era el más sonoro.

En lo que sí echaba el resto era al escupir, y es que supongo que ya sabéis de esa arraigada costumbre china: distribuir saliva aparentemente al azar por calles, restaurantes, cibercafés, autobuses, centros comerciales, supermercados, y sí, ¡también trenes! Pero lo peor no es el escupitajo en sí, no, mucho más desagradable resulta la preparación de este, una recolección de saliva que debe empezar en el intestino grueso y extenderse por todo el tracto digestivo, porque suena como el rugido de un gigantesco león ronco. Es en esta actividad donde los machos de chino común demuestran su virilidad: cuanto más ruidoso mejor, que se oiga cómo sube la descarga, que borbotee. Pero luego, cuando uno espera ver salir hasta las entrañas del sujeto, a la hora de la verdad, el escupitajo suele ser pírrico, y lo dejan caer desde los labios al suelo en una trayectoria vertical bastante decepcionante, y no como el ya casi extinto macho ibérico, al que tantas veces vimos de pequeños proyectar su flemón en una elegante trayectoria parabólica. ¡Mucho ruido y pocas nueces! Por cierto, nuestro tren era muy moderno y prohibía entre otras cosas los esputos, por lo que no se dónde escondería nuestro viril acompañante sus “nueces”. Tampoco indagué mucho.

En estos trenes chinos hay mucho orden. Las estaciones parecen aeropuertos (en realidad mejores, porque son puntuales), como ya os contamos en la entrada del tren a Dali: una vez pasadas las mochilas por el escáner, te toca hacer cola para el embarque, y, cuando llegas al andén, una revisora espera en la puerta abierta de cada vagón, ya que las que los comunican entre sí están cerradas si el tren no está en marcha, como me di cuenta el intentar volver al mío después de una expedición fotográfica. En China hacer fotos en el tren está resultando realmente difícil, recordareis el revisor/legislador en el tren a Dali, así que esta vez fui a hacer buenas migas con el “staff” al vagón restaurante, donde estuvieron riéndose de lo lindo de mi cómico intento de comunicarme en chino, que si Xipanya (España) muy bien en el mundial (será el de basket…), que si las mujeres españolas muy guapas, que a ver si estoy casado, ¿hijos?, ¿por qué no? y todas esas cosas que parecen interesar a los chinos, o será sólo a los revisores, no lo se. El caso es que, aprovechando el momento, levanté la cámara y les intenté decir que cuando abrieran la cocina me gustaría sacar alguna foto, lo cual entendieron rápidamente, porque la respuesta fue un rotundo “¡No!”, y entonces hice un chiste, dije: "wei shenme" (¿por qué?). No veáis como se reían y decían cosas entre ellos, de lo cual yo sólo entendía "wei shenme", y se volvían a reír y se recolocaban en sus asientos, pero no había respuesta, así que repetí el chiste, y se rieron otra vez, aunque menos, claro, y miraban al que yo deduje que seria el general de los revisores, pero tampoco él respondió.

Yo seguí un poco con la guasa, pero acabe desistiendo. Parece ser que en China no le suelen hacer esa pregunta a la autoridad cuando dice que ¡no!, así que, como tampoco se iban a enfadar con un guiri inofensivo, pues les dio por reírse, pero no me dieron una respuesta, por lo que seguiremos intentando hacer fotos,... ¡otra vez será!

domingo, 10 de septiembre de 2006

Chengdu: ¡buh!

"Cisnes salvajes" es un libro que tuvo mucho éxito en mi familia, a todos nos fascinó leer la historia de China del último siglo reflejada en la vida de tres mujeres: abuela, madre e hija. Esta última es la escritora del libro, Jung Chang, ya viviendo en Inglaterra; pero parte de su juventud la vivió en Chengdu, de donde era su padre, y a mí se me quedó marcado en la memoria el nombre de esta ciudad, tenía ganas de conocerla.

Seguramente influyó el hecho de que llevábamos un mes por pueblecitos de montaña y valles encantados, pero me decepcionó muchísimo, supongo que es el problema de hacerse ilusiones, pero esta ciudad terminó nuestra luna de miel con China. Es grande, fea, ruidosa y vestida de gris, muy ciudad ella y, al contrario que Kunming, daba la sensación de que te iba a tragar en cualquier momento.

Buscamos algún vestigio de la ciudad donde viviera Jung Chang, pero sin suerte, todo era moderno y sin carácter, hasta las fotos de los anuncios parecían haber perdido sus saturados colores y los edificios bonitos se escondían; era como si el boom económico ya hubiese pasado y se les hubiera desinflado el soufflé. Pero al menos en esto último estábamos equivocados: las calles estaban a rebosar de gente y tiendas con música chillona a todo volumen para llamar la atención, y a los restaurantes tampoco parecía irles nada mal.

No se, igual éramos nosotros, aunque seguro que no ayudaban las zanjas abiertas por doquier o las vallas de obra cerrando el paso a cada rato, y es que, aunque no creo que la vayan a dejar muy bonita, apaños sí que hacían, muchos. ¡Y el tráfico! Los semáforos funcionan, pero el código internacional verde-libre/rojo-parar debe leerse diferente en chino, porque aquí todos tiran p'alante según la ley de que el pez grande se come al pez chico. Al menos en el sudeste asiático se respetaba al que iba delante, pero en Chengdu hay que abrirse camino a codazos y respetando sólo tu ambición, no me extraña que el capitalismo esté dando tan buenos resultados en China.

Pero había un pequeño rincón acogedor en esta urbe y por suerte pasamos mucho tiempo allí: nuestro albergue. A lo largo de los últimos cuatro meses hemos dormido en muchos sitios y ha habido de todo, aunque la verdad es que la mayoría han estado bien, pero éste se lleva la palma. Lo montaron dos mochileros cuando decidieron colgar las botas, para crear una familia (imagino), porque tienen dos hijas preciosas, y se nota que saben lo que los viajeros quieren: tranquilidad, habitaciones y baños limpios, diferentes espacios donde leer, ver una peli, charlar, comer, y una atmósfera acogedora, ¡ah!, y un cerdito pequeño como Babe, todo ello metido en una preciosa casa tradicional de cien años, un hallazgo sin duda, Sim's Cozy Guesthouse se llama, por si alguno se pasa por aquí. Imagino que os preguntareis ¿para qué vamos a querer ir a una ciudad que habéis descrito como fea, ruidosa y vestida de gris? Pues la mayoría de la gente viene a ver el centro de rehabilitación y cría de osos panda que hay a las afueras (que nosotros dejamos pasar por una combinación de vagancia y pocas ganas de ver animales entre rejas), el monasterio Wen Shu es bastante bonito, o el mercado de especias resulta interesante, y algún parque que hay a la orilla del río tampoco está nada mal con sus bosques de bambú y sus timbas de “mah yong”.

Supongo que, si buscas lo suficiente, en todos los sitios hay algo; de hecho, la actitud es lo más importante para encontrar cosas bonitas y disfrutar de ellas, pero esta vez nosotros preferimos leer, escribir bebiendo té verde, ver alguna película, descansar nuestras piernas y de paso cortarnos el pelo. Ya estamos preparados para Xian.

P.D. En Kunming sufrimos un varapalo fotográfico cuando el disco duro que guardaba todas nuestras fotos dejó de funcionar, pero por suerte el aparato ya está arreglado y en nuestro poder, y las fotos han sido recuperadas y van de camino a Gasteiz. Todo un alivio, ahora el varapalo es solo económico
.

miércoles, 6 de septiembre de 2006

Emei Shan: escalera al cielo

Le pregunté a Jaizki qué es lo que íbamos a ver en nuestra próxima parada: “Mucho monte, muchos templos y monasterios budistas, mucho aire fresco y puro para respirar ¡y muchos monos!” fue su respuesta, y, salvo la parte de los monos, el resto se me antojó muy apetecible. Y Jaizki tenía razón en todo.

Emei Shan es una de las cuatro montañas sagradas para los budistas chinos. El punto más alto situado a 3.099 metros de altitud está rodeado de preciosos montes y valles cubiertos de espesa vegetación, la cual es difícil de ver, porque la mayor parte del tiempo está cubierta por un manto de niebla. Dentro del parque se encuentran emplazados unos veinte templos y monasterios, a los cuales acuden innumerables peregrinos, en parte a presentar sus ofrendas de comida e incienso a sus deidades favoritas y en parte para disfrutar del aire fresco y limpio tan escaso en la nueva China. Y muchos también van para poder ver a los monos que campan a sus anchas por los alrededores de los monasterios y que reciben con muy buen agrado la comida de los turistas con o sin su aprobación.
Pero también encontramos algo más que Jaizki se olvidó de mencionar: escaleras, muchas, muchísimas escaleras, todo un batallón de ellas, altas, bajas, de piedra , de madera, mojadas, secas, con musgo, con tierra, nuevas, viejas, resbaladizas, muy resbaladizas,... había de todo y para todos. Los 2.500 metros de desnivel que hicimos en dos días fueron única y exclusivamente de escaleras. Los músculos de nuestras piernas se atrofiaron de tal manera el tercer día cuando bajábamos, que estuvimos mucho tiempo, ya en la ciudad, andando por la carretera para evitar subir y bajar la acera cuando teníamos que cruzar un semáforo. Estamos seguros de que la famosa carrera por las escaleras del Empire State no puede ser tan dolorosa.

En nuestro camino hacia la ansiada Cima Dorada, nos cruzamos con muchos peregrinos chinos de todas las edades, que también sufrían -unos más que otros- las dificultades del terreno, pero siempre les quedaba un poco de aliento para responder a nuestro "Ni hao". Descubrimos lo duro que han tenido y tienen que trabajar para construír y conservar el magnífico camino que lleva hasta la cumbre y los numerosos templos que la rodean, unos cargando con pesadas losas de piedra o llevando en sus espaldas muchos kilos de ladrillos y otros barriendo y limpiando de ramas y hojas el camino para los que, como nosotros, habíamos decidido recorrerlo a pie.

Dormimos en uno de los muchos templos que se encuentran a lo largo de la ruta. Era el más pequeño de ellos y estaba asomado a un acantilado, muy básico, oscuro y húmedo, con unas pocas camas cuyas sábanas no habían visto una lavadora en mucho tiempo, pero la experiencia de convivir una noche con los cuatro habitantes de aquella "ermita" y la sensación de estar rodeados de naturaleza (y escaleras), con muy pocas opciones de ir a ningún lado, hicieron que nos sintiésemos muy acogidos y que tuviésemos un buen descanso para continuar con nuestra ascensión.
Y comprobamos que los monos que tanto respeto nos dan, por no decir miedo, no eran tan agresivos ni tan "civilizados" como nuestros viejos amigos de Prachuab Khiri Khan. Aquí tienen cuidado con la comida que les dan los turistas, ya que básicamente sólo reciben la que venden en un puesto a la entrada, hay carteles de advertencia sobre qué hacer si uno de ellos te sale al paso mientras caminas por el parque y, aunque toleran al ser humano, todavía le tienen miedo y muy pocos se atreven a saltarte encima, a no ser que lleves algo que se parezca a comida muy a la vista. Así que estamos muy orgullosos de poder decir que superamos la prueba de los monos, aunque, eso sí, esta vez íbamos armados con un estupendo bastón de caminar que podía hacer las veces de bastón de atizar.

Y como colofón a nuestro duro viaje, una vez más la montaña sagrada recompensó nuestros esfuerzos con un increíble amanecer. A las 6 de la mañana la cima estaba abarrotada de gente que recibieron con vítores la bola de fuego que surgió entre un estupendo manto de niebla y nos descubrió porqué la llaman la Cima Dorada, llenándonos la memoria de inolvidables imágenes de montes amarillos, templos relucientes y muchas caras maravilladas por el fabuloso espectáculo.

domingo, 3 de septiembre de 2006

Kanding: precoz despedida del Tibet

Kanding es una pequeña ciudad encajonada entre escarpadas montañas, un poco claustrofóbica ya que justo justo tienen espacio para poner un par de calles paralelas al río antes de que la montaña aconseje ir hacia otro lado. El pueblo surgió en el lugar donde dos caudalosos torrentes unen sus fuerzas antes de continuar abriéndose paso hacia el este, y tradicionalmente ha sido donde la cultura china y tibetana también se cruzaron para comerciar. Pero apenas quedan unos templos de madera y alguna casa antigua aislada para atestiguar que aquí hubo un pueblo hace tiempo, la nueva ciudad no es más que un montón de casas de hormigón apelotonadas que han ido rellenando sin orden ni concierto los huecos que quedasen por construir, por lo que por desgracia este pueblo, mirado desde las laderas del monte, recuerda bastante a algunos de los que ocupan estrechos valles en Euskadi, con cuestas por todas partes y torres de apartamentos y pabellones industriales que no acaban de mezclarse con el entorno.
Resulta extraño contemplar esta activa ciudad, con centros comerciales, restaurantes, hoteles de ejecutivos -en realidad sólo vimos uno- y coches y motos en abundancia, todos a la sombra de espigadas colinas, y surcada por un río que parece ajeno a todo ello y baja encabritado como si estuviese solo en el monte. Me temo que los habitantes de Kanding sólo se acuerdan de él cuando tienen que buscar un puente para cruzarlo, y el resto del tiempo se afanan en sus asuntos, como buenos chinos que son.

Y es que poca influencia tibetana queda aquí. Los seres humanos juzgamos por comparación, y nosotros, después de haber saboreado el concentrado caramelo de Litang, apenas conseguíamos distinguir el ingrediente tibetano diluído en el espeso caldo chino de esta ciudad, y al principio eso no nos gustó mucho. Hasta la gente nos parecía mas antipática, pero sólo era nuestra desilusión, porque resultó que eran muy amables y parecían llevar la sonrisa pintada en la cara.

Pero regustillo al final si dejaba. Además del centro tibetano, una sala algo deprimente que parece más un asilo de ancianos disfrazados con ropas tradicionales que un activo centro cultural, tuvimos la suerte de coincidir con un festival, en uno de los templos de las colinas colindantes, que aderezo nuestra estancia. Allí se respiraba un aire de fiesta de pueblo muy concurrida, aunque extrañamente poco dinámica, parecía faltar el cacareo y el trajín de gente que acompañan las fiestas populares, aunque no por ello era más fácil encontrar un sitio para sentarse y contemplar el espectáculo.

La entrada del templo estaba junto a dos enormes tornos de oración que no dejaban de dar vueltas a manos de los asistentes al evento, y una vez se cruzaba la puerta te encontrabas en un patio que habían cubierto con una enorme tela blanca adornada con banderines de oración, que poca protección daría ante una tormenta, pero por suerte hacía bueno. Toda la comunidad tibetana de la zona debía de estar allí, desde los ancianos con sus ropas tradicionales hasta sus nietos vestidos con camisetas de Mickey Mouse, sentados bordeando tres lados de un cuadrilátero de hierba, y en el cuarto estaba el templo con todos los monjes en sus túnicas de gala. A la llamada de los “rag dung”, esas trompetas gigantes que suenan como un yak quejumbroso, un grupo de monjes bajaba las escaleras del templo y realizaba una danza, acompañados de unos pequeños tambores que golpeaban con unas baquetas en forma de signo de interrogación. El espectáculo era muy vistoso y colorido, y sentirse rodeado de tibetanos mientras unos jóvenes monjes daban saltos y piruetas era muy exótico, pero, para qué voy a engañaros, por lo visto deben de pasar más tiempo meditando y recitando “mantras” que ensayando el baile, porque no faltó mucho para que alguno se cayera y tampoco iban muy acompasados que se diga, más bien todo lo contrario. En resumen, no resultaba una danza muy elegante, pero para dos vitorianos fue más que suficiente, y el resto del público también parecía contento.

Salir del templo significaba dejar este oasis tibetano y volver a un desierto de bloques de hormigón atrapado en su propio ritmo infernal ya que el pueblo era tan ajeno al festival como de él lo es el río. Mañana lo acompañaremos un buen trecho y lo veremos crecer mientras baja hacia las planicies de la China “han”.

viernes, 1 de septiembre de 2006

Litang: ¿la verdadera Sangri-La?

Desde esta colina adornada con banderas de oración sería muy fácil decidir dejar el viaje de vuelta a casa y quedarse aquí. Detrás de nosotros el Chöde Gompa, el monasterio local, refleja la luz del atardecer en sus dorados tejados devolviéndola todavía más cálida si cabe, a nuestro alrededor los yaks vuelven a sus rediles tras haber pasado el día pastando en las viejas y redondeadas montañas, mientras se oyen los gritos de los niños que juegan y corren por la colina, y a sus pies el pueblo de Litang acaricia el borde de este ancho valle. Es uno de esos momentos en que todo parece encajar y uno siente que ha encontrado un lugar donde podría quedarse una temporada. De hecho, esto se parece mucho más a la Shangri-La de “Horizontes Perdidos” que Zhongdian, por mucho que se empeñen las autoridades turísticas de Yunnan en llamarla así. James Hilton describe el valle como un vergel casi inaccesible al pie de una altísima montaña perfecta, de la que aquí no hay ni rastro, y la verdad es que, por muy accidentado que fuese nuestro viaje, el valle dista mucho de ser inaccesible, aunque también dice que es un remanso de paz y que el pueblo está vigilado desde las alturas por un antiquísimo monasterio, y en eso sí que coincide. Pero lo que realmente la convierte en la Shangri-La es que, según la novela, entrar en ella te condena a permanecer allí para siempre, y la verdad es que desde esta colina esa maldición resulta muy tentadora.

Pero el sol ya se ha puesto y empieza a hacer frío, así que bajamos de nuevo al pueblo en busca de cobijo. Como casi todos los pueblos del Tibet -en este caso en Sichuan-, Litang tiene una parte tibetana y otra china, pero aquí es difícil encontrar caras chinas, la mayoría son de tez morena, altos, con nariz pronunciada, el pelo recogido en intrincadas trenzas o simplemente enmarañado, sombreros de medio lado o tipo cowboy y una sonrisa ancha que acompaña al tashidelek, "hola" en tibetano. Muchos de ellos van en motos decoradas con banderines de vivos colores, amuletos y hasta altavoces de los que sale una melodiosa y aguda música, y otros muchos van en motocarros en los que se meten familias enteras, creando una estampa que recuerda a los “Beverly Hill Billies” en su furgoneta. Los mayores tienen la cara cuarteada, cansada de recibir los embates del seco y frío viento y quemada por los incisivos rayos del sol que caen casi sin filtrar hasta los 4.000 metros. De hecho, muchos niños también presentan las cicatrices del implacable clima y sus mejillas tienen una costra como la de la crema catalana.

En el mercado, además de frutas y verduras como podríais encontrar en cualquier mercado cerca de casa, hay gallinas y patos vivos hasta que algún cliente los solicita, abunda la carne de yak, enormes pedazos colgados formando larguísimas hileras y que los tenderos se afanan en despedazar a gusto del consumidor. La sangre fresca chorrea de las cabezas recién cortadas de los yaks y serpentea por el suelo hasta que los perros que por allí andan la esparcen con sus huellas mientras miran con resignación el banquete que se balancea lejos de su alcance, sin ladrar ni intentar cogerlo, sólo esperando a no se qué.

Y luego hay monjes, muchos monjes, de todas las edades y con un extraño gorro con visera, que van y vienen del monasterio. Tuvimos la suerte de llegar cuando estaban todos reunidos en el templo orando, y fue una visión que intimidaba mucho. Imaginaos un oscuro templo que huele a que hace mucho tiempo que no ha sido aireado, adornado con coloridos dibujos de Buda y terroríficas figuras mitológicas hindúes que apenas se vislumbran en los islotes de luz que crean las escasas bombillas. En él dos filas de monjes ataviados con pesadas túnicas y una especie de cofia metálica sentados en posición de loto se balancean recitando un “mantra” al son de unos estridentes platillos que parecen indicar cambios de ritmo en el cántico. Con esa imagen nos encontramos nosotros al entrar, y resultó que su capacidad de concentración debía de ser limitada porque sólo los más viejos no se giraron al descubrir nuestra presencia, aunque, eso sí, nadie sonrió, la atmósfera era muy solemne.

Según se iban acostumbrando nuestros ojos a la oscuridad, descubrimos otros monjes más jóvenes, incluso niños, que no cantaban y parecían aburridos, yo creo que agradecieron nuestra presencia tanto como el final de la oración, tras la cual se escurrieron hacia la cocina como chavales saliendo al recreo. Detrás fuimos nosotros y descubrimos una enorme y lúgubre estancia en la que dos pucheros tan grandes como “jacuzzis” hervían al calor de unas enormes fogatas que, junto a unas pocas y pequeñas aperturas junto al techo, eran las únicas que iluminaban el lugar. Por allí se fueron paseando los monjes, ya más ajenos a nuestra presencia, ya que las necesidades del cuerpo resultan más absorbentes que las de la mente, y llenaron sus cuencos de un caldo que no alcanzamos a ver antes de retirarse.

Cuando salimos de allí, aún con la sensación de haber despertado de un sueño, en la puerta del templo que presidía todo el complejo monástico un monje mayor nos invitó a acompañarle hacia el piso de arriba y a continuar soñando. El suelo crujía a cada paso que dábamos por este edificio, que el tercer Dalai Lama mandó construir para vivir en él, y, sin saberlo nosotros, el anciano nos estaba dirigiendo hacia lo que fueron sus aposentos, aunque pasando antes por las habitaciones que ocuparon el séptimo y el décimo Dalai Lama, que nacieron en este valle. Cada puerta que abría con su pesado llavero chirriaba más, como quejándose del dolor producido al doblar los goznes atrofiados por el desuso, y nos descubría una habitación tras otra llena de murales, hasta que finalmente, en el piso más alto, llegamos a una sala calentada por el sol que entraba por una única ventana y donde sólo había un camastro con un manto multicolor encima y un dibujo del Dalai Lama que allí durmió, con velas encendidas y restos de incienso. En aquel momento el sueño era tan profundo que no parecía en absoluto inverosímil que el viejecillo aquel fuese el mismísimo Lama que se había mantenido vivo en ese mágico monasterio, igual que el Padre Perrault lo hizo en la Shangri-La imaginada por Hilton.