viernes, 1 de septiembre de 2006

Litang: ¿la verdadera Sangri-La?

Desde esta colina adornada con banderas de oración sería muy fácil decidir dejar el viaje de vuelta a casa y quedarse aquí. Detrás de nosotros el Chöde Gompa, el monasterio local, refleja la luz del atardecer en sus dorados tejados devolviéndola todavía más cálida si cabe, a nuestro alrededor los yaks vuelven a sus rediles tras haber pasado el día pastando en las viejas y redondeadas montañas, mientras se oyen los gritos de los niños que juegan y corren por la colina, y a sus pies el pueblo de Litang acaricia el borde de este ancho valle. Es uno de esos momentos en que todo parece encajar y uno siente que ha encontrado un lugar donde podría quedarse una temporada. De hecho, esto se parece mucho más a la Shangri-La de “Horizontes Perdidos” que Zhongdian, por mucho que se empeñen las autoridades turísticas de Yunnan en llamarla así. James Hilton describe el valle como un vergel casi inaccesible al pie de una altísima montaña perfecta, de la que aquí no hay ni rastro, y la verdad es que, por muy accidentado que fuese nuestro viaje, el valle dista mucho de ser inaccesible, aunque también dice que es un remanso de paz y que el pueblo está vigilado desde las alturas por un antiquísimo monasterio, y en eso sí que coincide. Pero lo que realmente la convierte en la Shangri-La es que, según la novela, entrar en ella te condena a permanecer allí para siempre, y la verdad es que desde esta colina esa maldición resulta muy tentadora.

Pero el sol ya se ha puesto y empieza a hacer frío, así que bajamos de nuevo al pueblo en busca de cobijo. Como casi todos los pueblos del Tibet -en este caso en Sichuan-, Litang tiene una parte tibetana y otra china, pero aquí es difícil encontrar caras chinas, la mayoría son de tez morena, altos, con nariz pronunciada, el pelo recogido en intrincadas trenzas o simplemente enmarañado, sombreros de medio lado o tipo cowboy y una sonrisa ancha que acompaña al tashidelek, "hola" en tibetano. Muchos de ellos van en motos decoradas con banderines de vivos colores, amuletos y hasta altavoces de los que sale una melodiosa y aguda música, y otros muchos van en motocarros en los que se meten familias enteras, creando una estampa que recuerda a los “Beverly Hill Billies” en su furgoneta. Los mayores tienen la cara cuarteada, cansada de recibir los embates del seco y frío viento y quemada por los incisivos rayos del sol que caen casi sin filtrar hasta los 4.000 metros. De hecho, muchos niños también presentan las cicatrices del implacable clima y sus mejillas tienen una costra como la de la crema catalana.

En el mercado, además de frutas y verduras como podríais encontrar en cualquier mercado cerca de casa, hay gallinas y patos vivos hasta que algún cliente los solicita, abunda la carne de yak, enormes pedazos colgados formando larguísimas hileras y que los tenderos se afanan en despedazar a gusto del consumidor. La sangre fresca chorrea de las cabezas recién cortadas de los yaks y serpentea por el suelo hasta que los perros que por allí andan la esparcen con sus huellas mientras miran con resignación el banquete que se balancea lejos de su alcance, sin ladrar ni intentar cogerlo, sólo esperando a no se qué.

Y luego hay monjes, muchos monjes, de todas las edades y con un extraño gorro con visera, que van y vienen del monasterio. Tuvimos la suerte de llegar cuando estaban todos reunidos en el templo orando, y fue una visión que intimidaba mucho. Imaginaos un oscuro templo que huele a que hace mucho tiempo que no ha sido aireado, adornado con coloridos dibujos de Buda y terroríficas figuras mitológicas hindúes que apenas se vislumbran en los islotes de luz que crean las escasas bombillas. En él dos filas de monjes ataviados con pesadas túnicas y una especie de cofia metálica sentados en posición de loto se balancean recitando un “mantra” al son de unos estridentes platillos que parecen indicar cambios de ritmo en el cántico. Con esa imagen nos encontramos nosotros al entrar, y resultó que su capacidad de concentración debía de ser limitada porque sólo los más viejos no se giraron al descubrir nuestra presencia, aunque, eso sí, nadie sonrió, la atmósfera era muy solemne.

Según se iban acostumbrando nuestros ojos a la oscuridad, descubrimos otros monjes más jóvenes, incluso niños, que no cantaban y parecían aburridos, yo creo que agradecieron nuestra presencia tanto como el final de la oración, tras la cual se escurrieron hacia la cocina como chavales saliendo al recreo. Detrás fuimos nosotros y descubrimos una enorme y lúgubre estancia en la que dos pucheros tan grandes como “jacuzzis” hervían al calor de unas enormes fogatas que, junto a unas pocas y pequeñas aperturas junto al techo, eran las únicas que iluminaban el lugar. Por allí se fueron paseando los monjes, ya más ajenos a nuestra presencia, ya que las necesidades del cuerpo resultan más absorbentes que las de la mente, y llenaron sus cuencos de un caldo que no alcanzamos a ver antes de retirarse.

Cuando salimos de allí, aún con la sensación de haber despertado de un sueño, en la puerta del templo que presidía todo el complejo monástico un monje mayor nos invitó a acompañarle hacia el piso de arriba y a continuar soñando. El suelo crujía a cada paso que dábamos por este edificio, que el tercer Dalai Lama mandó construir para vivir en él, y, sin saberlo nosotros, el anciano nos estaba dirigiendo hacia lo que fueron sus aposentos, aunque pasando antes por las habitaciones que ocuparon el séptimo y el décimo Dalai Lama, que nacieron en este valle. Cada puerta que abría con su pesado llavero chirriaba más, como quejándose del dolor producido al doblar los goznes atrofiados por el desuso, y nos descubría una habitación tras otra llena de murales, hasta que finalmente, en el piso más alto, llegamos a una sala calentada por el sol que entraba por una única ventana y donde sólo había un camastro con un manto multicolor encima y un dibujo del Dalai Lama que allí durmió, con velas encendidas y restos de incienso. En aquel momento el sueño era tan profundo que no parecía en absoluto inverosímil que el viejecillo aquel fuese el mismísimo Lama que se había mantenido vivo en ese mágico monasterio, igual que el Padre Perrault lo hizo en la Shangri-La imaginada por Hilton.

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