sábado, 30 de septiembre de 2006

Retrato de China

China va muy rápido, China tiene prisa, va cuesta abajo y sin frenos por la senda del mercado libre y se lleva por delante todo lo que se le ponga por medio. Las grandes ciudades, que aquí lo son mucho, están llenas de gente a la moda y cochazos conducidos por hombres de negocios que han sabido aprovechar las oportunidades que se les han puesto delante desde que cortaron la cinta roja e inauguraron la China capitalista. Aceleraron a fondo y desde entonces no han levantado el pie del pedal y, por lo que se ve, tampoco miran mucho por el espejo retrovisor, todo lo que necesitan está delante. Y así va el país, viento en popa a toda vela, con los ostentosos mercedes negros escapados tirando de un pelotón de coches menos potentes pero bien guiados que, gracias a la inclinación del terreno y la falta de curvas, consiguen llevar hasta el límite sus motores, y todo el mundo está feliz con la velocidad de la carrera, que parece ir acorde con el carácter de esta gente impaciente, incapaz de esperar en una cola, al camarero, para ir al baño, o cualquier otra actividad que requiera no hacer nada durante un tiempo, que aquí es más oro que en ningún otro lugar.
Pero cuando la polvorienta estela del pelotón se reposa, a lo lejos se alcanza a ver un grupo de retrasados, bastante mayor de lo que uno quisiera, que no están motorizados, sino que tiran de carros con bicicletas o con sus propios pasos, y que han desistido de alcanzar al cada vez más lejano pelotón.

Todo esto ocurre bajo la constante vigilancia del partido comunista, que es quien marca la ruta, planta señales, pinta líneas y pone peajes. Y es que poco le queda al gobierno chino de sus orígenes, a no ser por el espíritu totalitario del régimen. Quizá sea por el parecido entre las dos palabras pero han pasado de comunismo a consumismo en un abrir y cerrar de ojos. Abandonado ya el sueño de una sociedad igualitaria y justa, simplemente se dedica a controlar la explosión capitalista para que no le queme las cejas, aunque igual simplemente no sea la palabra adecuada, ya que controlar a 1.300 millones de personas no debe ser tarea fácil y la verdad es que hasta el momento lo están haciendo de una manera muy eficiente. Para ello han tenido que usar mano dura como demostraron en Tiananmen en el 89, pero también han tenido que abrir muchas válvulas de escape y están creando una estampa que resulta difícil de entender para un extranjero, y quizás para ellos mismos.

Si por un lado todos los ojos miran hacia el futuro y la famosa nueva China, la del libre mercado, el progreso, el crecimiento imparable..., las carteleras de los cines y la televisión están constantemente emitiendo series en las que se narran superficiales historias de amor entre emperadores y emperatrices, príncipes y princesas o guerreros y doncellas, ambientadas todas ellas en la vieja China. Así que entre la vieja China y la nueva China resulta haber un entreacto, la media China, y que hoy parece casi un tropezón en sus 5.000 años de historia, algo extraño, ya que es precisamente entonces cuando entra en escena el partido comunista, que intentó borrar del mapa la tradición y denostaba la idea del mercado libre, pero que actualmente pregona ambas como propias. Y quizá sea así como debe ser, la única forma de mantenerse en equilibrio es fomentando los dos extremos al mismo tiempo: por un lado el crecimiento económico los hace cada vez más poderosos, pero la clase media puede empezar a exigir libertades que no están dispuestos a conceder, por lo que la historia imperial es un buen referente para justificar la falta de democracia y las enseñanzas de Confucio ayudan a enfatizar la importancia de respetar al líder. Nueva China vs. Vieja China, Ying Yang, la tradición taoísta al servicio del partido comunista.

Pero poco de esto es aparente cuando uno llega. La primera imagen de China no es muy alagadora: los hombres fuman como carreteros, lo cual no hace más que empeorar la difundida costumbre de escupir ruidosamente, aunque el ruido no parece molestarles mucho, ya que, no sólo hablan a voces, sino que al comer aspiran las sopas y mascan con la boca abierta todo lo demás, como un niño aprendiendo a comer; y la higiene en los aseos brilla por su ausencia: un baño típico no es más que un agujero en el que la mierda se apila hasta..., bueno, no se hasta cuándo; todo un contraste con la imagen de país refinado y sutil que se podría tener al admirar el arte que han creado. Pero por suerte estas diferencias culturales son fáciles de asimilar, al igual que es fácil disfrutar de la comida china; o, mejor dicho, comidas chinas, ya que cada región tiene sus apetitosas especialidades, servidas en restaurantes que están a tope. En realidad todo está a tope: restaurantes, tiendas, calles, lugares históricos, parques... llenos de chinos. Si hace un par de décadas apenas se movían para visitar lugares sagrados, y dos décadas antes necesitaban permisos para poder salir de sus pueblos, hoy los chinos viajan incansablemente a lo largo y ancho de su tierra media, y llenan hoteles, echan vías de tren hasta los lugares mas recónditos y construyen funiculares para llegar a donde sus ennegrecidos pulmones no les dejarían andando, y siempre van en grupos, ruidoso grupos de gente fascinada por la belleza de su patria. Están orgullosos de su ayer y son conscientes de su importancia en el mundo de mañana, tanto que parecen creer que se valen por si solos, que no nos necesitan ni como turistas. ¡Atención mundo: abran paso que llega China!

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