domingo, 1 de octubre de 2006

Tren Pekín- Ulan Bator

Fue nuestro primer otoño en tres años, pero apenas duró unas pocas horas. Nos cruzamos con él camino a Ulan Bator, lo vimos deslizar su dorado manto hacia el sur desde las ventanas del vagón restaurante, pero, para cuando nos dimos cuenta de que era una estación que no existe en Singapur, ya se había pasado, fue como cruzarse con un tren anaranjado. Se dirige hacia un Pekín que nosotros habíamos dejado en manga corta y sandalias, y pronto llegaríamos a una Mongolia en la que el invierno se estaba colando por debajo de las puertas. Y es que ya estamos en el transiberiano, el tren que inspiró nuestro viaje. Todo empezó con la idea de visitar China y después ir hasta Moscú en tren, así de sencillo, pero se nos ocurrió "¿por qué no cogemos el tren desde Singapur para llegar a casa?", y aquí nos tenéis: después de casi cinco meses hemos llegado al foco del incendio de nuestro viaje.
Al principio treinta horas de tren intimidan, porque parece que te vas a aburrir muchísimo. Te aprovisionas de comida y libros esperando interminables horas sin saber qué hacer, y sorprendentemente se pasan volando y no haces nada, no lees, no escribes, sólo hablas con otros pasajeros que también han aparcado sus libros hasta la siguiente estación.

Y es que el tren no para mucho, y cuando lo hace es por poco tiempo…; hasta que llega a la frontera, claro. Yo no se qué tienen los policías de aduanas, pero está claro que les gusta hacerse los importantes. Esta es la segunda vez que podemos cruzar la frontera en tren (la otra fue la que separa Singapur de Malasia) y también aquí cuesta más de lo necesario. Primero entran los policías chinos después de poner un vigilante en cada puerta, te hacen rellenar un formulario de esos en los que dices que "no" a todo, te sellan el pasaporte y te lo devuelven con cara de haberte hecho un favor.

Luego viene lo más interesante: se llevan el tren a unos enormes hangares y allí les cambian las ruedas. El ancho de vía chino es diferente del mongol, algo parecido a lo que ocurre entre España y Francia, por lo que ni cortos ni perezosos montan los vagones sobre unos gatos hidráulicos descomunales, los elevan y les cambian las ruedas, como si nada.

Y después y para terminar llegan los policías de frontera mongoles: unos hombres con cara de pocos amigos hacen guardia en el anden ataviados con unos abrigos largos y botas brillantes, mientras unas señoritas con cara de muchos enemigos y una gorra militar, que resultaría cómica de lo grande que era, sino fuese por lo tiesas que iban, nos indicaban que nos metiésemos en nuestros compartimientos y nos mantuviésemos en silencio mientras se iban llevando nuestros pasaportes. Todo un show para los extranjeros que allí íbamos. Los que más se divirtieron fueron unos que habían aprovechado las dos horas de cambio de ruedas para beber vodka y no acababan de entender los gestos de la señora sargento que registraba nuestro vagón, hasta que golpeó tres veces con sus pasaportes en la puerta para callarlos. El que no debió pasarlo tan bien fue un brasileño casado con una mongola, al que bajaron del tren y retuvieron en la estación durante más de media hora, pero que regresó sano y salvo para regocijo de sus hijas, y eso que había bajado en camiseta y hacia mucho frío.

Después de más de de seis horas, al fin, el tren cogió velocidad por el desierto de Gobi, que no pudimos ver porque eran las 3 de la mañana. A dormir nos fuimos, pues, pero a la mañana siguiente, antes de llegar a Ulan Bator, pudimos ver caballos, águilas y camellos, además de hierba y arena. Mongolia promete.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que interesante! He encontrado tu post mientras planeaba mi recorrido de Pekin a Ulan Bator. No puedo esperar mas!!