lunes, 30 de octubre de 2006

Tóbolsk y Kazán: blanco y negro

>Las dos ciudades son bonitas, con sus “kremlins” de paredes blancas vigilantes desde atalayas sobre el recodo de un río, sus iglesias con cúpulas de cebolla y sus calles empedradas. Todo lo que uno podría esperar de una ciudad medieval rusa. Pero hay acaban las similitudes, en carácter son totalmente distintas.
Tobolsk huele a incienso, que con su intenso y placentero humo inunda las iglesias ortodoxas y se escapa por las rendijas junto con el calor, para acabar en las fangosas calles del barrio antiguo, llenas de desatendidas casas de madera y mansiones en ruinas que todavía recuerdan los buenos tiempos, cuando la ciudad era la capital de Siberia y hogar del arzobispado. Pero eso fue hace tanto tiempo que ni los más viejos lo han vivido, ellos sólo ven un triste pueblo sin aliento y casi sin gente con quien cruzarse por la calle.


En este pueblo el mejor lugar para encontrarse con alguien es la iglesia. Será el calor, será la salvación divina o las ganas de conversar, pero a la mañana, recién salido el sol, cruzamos oscuros arroyos de gente que se iban juntando como afluentes a un río mayor que desembocaba en la iglesia. Las mujeres, que eran mayoría, se cubrían el pelo con un pañuelo y, tras besar los iconos de sus santos favoritos y rezar ante un montón de ellos más, iban ocupando el lado izquierdo de la iglesia. Los hombres al contrario se descubrían la cabeza y ocupaban la parte derecha, a la espera de que empezase la misa. Yo lo primero que me quité fueron las gafas que se me empañaron en cuanto entré. Nada podía contrastar más con el ambiente del exterior frío y seco, con un cielo monótono, blanquecino, sólo arañado por los esqueletos de los árboles.

Las paredes están tan recargadas de imágenes que apabulla. Las hay de todos los tamaños, iconos, frescos y mosaicos, pintadas en la pared, sobre maderas o lienzos, y llegan hasta el techo, que también está pintado con imágenes de apagados colores contrastados con oro. Un lugar donde uno no sabe muy bien cómo sentirse, es al mismo tiempo barroco y sencillo, acogedor e intimidante, espiritual y a la vez tétrico, incómodo pero relajante, con candelabros de pie dorados y finísimos cirios como única iluminación. Y la misa es muy ceremoniosa, una antigua liturgia que los monaguillos y curas con túnicas de gala cantan solemnemente en un eslavo antiguo mientras los fieles se santiguan sin cesar.


Y es que en la rusa postsoviética se está dando un “revival” religioso sin precedentes. Ilegalizada durante décadas y luego apenas tolerada, ahora la ortodoxia cristiana pisa con fuerza y entre sus fieles hay rusos de todas las edades. No es raro entrar a una iglesia cuando no hay servicio y ver a una bella joven de rodillas ante un icono o a un currela que pasa a echar unos rezos antes de volver a casa. Los barbudos curas son venerados, la gente se acerca a ellos con mucho respeto a besarles la mano y recibir una automática bendición. En la iglesia los únicos turistas somos nosotros, los rusos de otros lugares vienen a rezar y besar iconos.
Lo que más me sorprende de las iglesias ortodoxas es que nada más entrar hay una pequeña tienda donde venden velas, iconos, biblias y demás parafernalia religiosa, y sentada tras el mostrador hay una enjuta beata, normalmente entrada en años, con ropas sombrías y pálida cara que también se ocupa de las labores del hogar, digo, del templo, como mover los atriles para las biblias, quitar la cera sobrante de los candelabros, cambiar el incienso y cosas varias, mujer a la que pasar todo el día en tan sacro lugar no parece acercarla a la santidad, ni siquiera a la felicidad, a juzgar por su lánguida expresión.

Kazán, sin embargo, huele a cambio. También tiene iglesias, pero la única persona que encontramos en una de las más bonitas fue la que nos dijo que estaba cerrada. EL kremlin, patrimonio de la Unesco y por tanto restaurado hasta quedar casi brillante, está ocupado por edificios oficiales y sus señales de prohibido, la iglesia a la que no pudimos entrar y una mezquita que domina el horizonte, construída para servir a los muchos musulmanes de la zona, descendientes de los antiguos señores tártaros de la ciudad. Pero como consecuencia de haber sido tocado por la Unesco, el kremlin ha perdido su personalidad y se ha convertido en museo, desplazando la vida real a extramuros. Y vida hay mucha, comercial y universitaria, de negocios y entretenimiento, y también hay muchas obras, casi todas de restauración de los bonitos edificios del centro de la ciudad, al que les están haciendo un lavado de cara para recibir el prometedor futuro que les espera.

De todas las que hemos visto hasta hoy en Rusia, ésta es la primera ciudad que realmente parece haber dado la espalda al pasado soviético, y no sólo por la omnipresente publicidad y los coches caros que ya habíamos visto antes, sino por la atmósfera moderna que se respira en sus calles. Probablemente esto sea debido a que estamos viajando hacia el oeste y acercándonos a la capital; ya no estamos en Siberia y se nota. Aquí la gente viste a la moda occidental, aunque todavía mantienen el carácter ruso que se descubre por la naturalidad con la que llevan pieles incorporadas en abrigos y, cómo no, en sus tan característicos gorros, pero lo que más los diferencia es la actitud, parecen mucho más seguros de su papel en la futura Rusia, que se siente cómoda en el capitalismo occidental. Paseando por el centro de la ciudad nos daba la sensación de estar en cualquier otra del norte de Europa, sólo el alfabeto cirílico y las cruces ortodoxas nos recordaban donde estábamos.

Tóbolsk y Kazán parecen dos polos de un imán, una va hacia adelante y la otra hacia atrás, pero nosotros debemos ser de un extraño material, porque ambas nos atrajeron.

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