martes, 10 de octubre de 2006

Mongolia: el país de los "gers"

Llegamos a Ulan Bator un domingo por la mañana con cara de sueño y ganas de estirar las piernas, y al día siguiente nos embarcamos en un tour para conocer Mongolia y a su gente.
Fueron siete días de largas jornadas por polvorientos caminos, dando botes y tumbos en una furgoneta de fabricación rusa que pinchó dos veces y a la que se le estropeó la batería, casi una semana sin poder ducharnos, durmiendo con la misma ropa que usábamos durante el día, pasando frío por las noches, comiendo únicamente carne de oveja y cabra con patatas y zanahorias, guisadas o en sopa, bebiendo té mongol hecho con leche de vaca y sal, leche fermentada de yegua (airag), sin electricidad, calentándonos con boñigas de vaca y caballo que prendían y se consumían a una velocidad increíble. Ha sido genial, toda una experiencia que no nos importaría repetir ahora mismo e incluso alargarla varios meses.
Una de las razones por las que estuvimos tentados de no venir a este país eran los rumores que habíamos oído sobre lo caro y difícil que es viajar por este enorme territorio, donde las carreteras sólo llegan hasta unos pocos kilómetros más allá de los límites de las pocas ciudades que hay. Hace falta mucho tiempo y paciencia para visitar cada uno de los interesantes rincones que esconde Mongolia, y a nosotros los doce días de que disponíamos se nos antojaban insuficientes.

Y venir, al final, ha sido la decisión mejor tomada de todo el viaje. Los sentimientos que han crecido en mí durante estas casi dos semanas son muy profundos y me resultan difíciles de describir.
He leído muchos relatos de viajeros que en su camino han encontrado el destino de sus sueños, donde quedarse a vivir y a disfrutar del lugar. Pues bien, creo que yo también lo he encontrado, pero, a diferencia de esos osados viajeros, yo siento que primero tengo que terminar con esta aventura que comenzó en Singapur y que debe llevarme a Vitoria. Lo que pase después será otra historia diferente.
Jaizki dice que no me deje llevar por la euforia del momento, porque no es tan fácil ni tan ideal como parece a nuestros ojos de turistas, pero en mi interior sé que podría trabajar muy duro y ser feliz rodeada de esta gente, de sus animales, de sus interminables praderas y de sus terribles inviernos. La sensación de sentirte libre, sin vallas ni muros, con los animales compartiendo las laderas de las montañas, como si todo lo que alcanza la vista te perteneciese y pudieses disfrutarlo a tu antojo, como galopar a lomos de un caballo sintiendo el aire en la cara y poder seguir así en línea recta por siempre jamás.
Nunca me he sentido demasiado atraída por las grandes ciudades a pesar de todas las comodidades y posibilidades de ocio y entretenimiento que puedan ofrecer. Me sigue haciendo mucha gracia cuando alguien comenta que allí no hay nada que hacer refiriéndose a algún pueblo pequeño o, en el caso de Mongolia, referido a un “ger” situado en mitad de la nada, rodeado de pequeños montes, pastos y rocas. Para mí disfrutar del lugar ya es muchísimo por hacer, y, si encima tienes la oportunidad de compartir una noche la vida de las gentes que habitan estas tierras tan indómitas y aprender algo de ellos, no entiendo que se pueda pedir más.


La hospitalidad de la gente de Mongolia es admirable. Abren su casa a los visitantes que llegan de cualquier lugar y a cualquier hora, y lo primero que hacen es ofrecerte una buena taza de té mongol bien caliente. Un tercio de la población mongola es nómada o seminómada y viven en las tradicionales tiendas circulares de lona que se conocen con el nombre de “ger”, hechas con los pocos materiales que tienen a mano: crines de caballo para las cuerdas que sujetan las lonas, pieles de oveja para aislar del frío y del viento del exterior, madera para la estructura del interior y tierra para aislar aquellas zonas bajas que se estropean por culpa del tiempo y la humedad, y que comprobamos que funciona de maravilla. Una casa móvil que se monta en dos horas y que dura años, y donde fuimos capaces de dormir diez personas casi a pierna suelta. Y de los baños qué puedo decir, salvo que aquí jamás echarás de menos un libro o un periódico, los baños más maravillosos del mundo en plena naturaleza, eso sí, de noche y sin luna dan un poco de respeto.


Espero poder volver pronto algún día y seguir contando maravillas del país más salvaje, auténtico y bello que conozco.

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