domingo, 22 de octubre de 2006

Baikal: "enfant terrible" de los mares

El Baikal es un lago que no parece tal, es más como un mar pequeñito de oscuras y limpias aguas en medio de Siberia. Además tiene muy mal genio, es aquí donde el continente se está partiendo en dos y la profundísima grieta inundada que forma el lago se rige por su propio clima, ignorando o manipulando a su antojo las nubes que con él se topan; no es raro que esté nevando en un lado y al otro luzca el sol, porque él lo quiere así, para cambiar de parecer súbitamente y alterarlo todo, como el niño mimado que es.

Parece divertirle por ejemplo cambiar el sentido en que van las olas, porque también tiene olas, que unos días van hacia el norte y otros hacia el sur, según le de el viento; es un lago muy veleta que algún día se hará mayor y será mar. Cuando llega el crudo invierno hasta él se tiene que replegar y espera bajo un manto de hielo a que la primavera abra la veda de juegos un año más. Aunque una vez en 1904, creo, aburrido en su castigo invernal, se tragó un tren entero. Era el Transiberiano, que con las prisas de una guerra se aventuró a incitar al chaval y le pasó unas vías sobre el hielo para atajar. No se les volvió a ocurrir hacerlo y tuvieron que cavar túneles y montar puentes durante años para conseguir bordear el norte del lago, y así concluír de una vez por todas la línea completa del Transiberiano. Pero paradojas del destino, esta obra maestra de la ingeniería de principios del siglo XX quedó obsoleta rápidamente, y hoy día más de 100 km de ella son como una rama seca de un árbol, sólo conecta un pequeño pueblo minero con otro pesquero todavía más minúsculo, pasando por el camino por asentamientos de no más de cinco casas, a las que no llega la carretera. Como no podía ser de otra forma, el tren local que por ella circula va medio vacío y en él nos encontramos con un orgulloso cosaco, un niño hiperactivo, un ruso que mataba el tiempo bebiendo vodka y fumando entre vagones, y poca gente más. Pero además de transportar pasajeros, el tren reparte el correo y hace de tienda ambulante para estas aldeas perdidas en las escarpadas laderas que dan al lago.

Era ya tarde cuando llegamos a Port Baikal, el final de la línea, y éramos los únicos en el tren. No es de extrañar, ya que los que aquí quieren llegar van por carretera hasta el pueblo situado al otro lado de la desembocadura del río Angara y cruzan en ferry, ahorrándose así las seis horas de traqueteo bordeando el lago. Como no esperan que alguien llegue a esas horas con intención de cruzar al otro lado, no hay ferry, ni puente, ni nada que comunique este pueblucho con el mundo exterior, a pesar de poder ver a no más de 100 metros una carretera con coches y altos edificios con las luces encendidas. Tan cerca pero tan lejos, al otro lado del Angara, que esta vez no sólo dividía dos orillas sino dos épocas. Después de una infructuosa búsqueda de una barca que nos cruzase, tuvimos que dormir allí e ir a Irkutsk a las mañana siguiente.

Irkutsk es una ciudad que fue, dejó de ser, casi es, y probablemente será. Me explico: en los años dorados del "descubrimiento" de Siberia, Irkutsk era una ciudad próspera, la Paris de Siberia, agraciada con la llegada de los decembristas, aristócratas progresistas que fueron exiliados a Siberia y llevaron allí sus costumbres y cultura, la cual contrastaba mucho con la atmósfera de pueblo del oeste que imperaba. Testigo de ello es la preciosa arquitectura de madera típica de Siberia, casas de dos pisos con intrincadas decoraciones talladas en ventanas y techos, así como los edificios de las calles mayores que rezuman estilo y aires de grandeza. Por desgracia muchas de estas casas han sido abandonadas y algunas están en un estado desastroso, y ahora abundan los edificios de apartamentos, soviéticos y descuidados parques con columpios de metal descoloridos y mucha mala hierba. Pero parece que el declive esta pasando, y los andamios esconden muchos históricos edificios que están siendo pintados y acondicionados para la clase media alta.

Pero no nos íbamos a quedar a ver qué pasa, nosotros queríamos volver al lago y para ello nos fuimos a su isla, Olkhon, que es más una península a la que se le ha roto el cordón umbilical. Allí pasamos unos días disfrutando del riquísimo pescado que nos preparaba la babushka del hostal, frito, empanado, en salsa, pero sobre todo marinado y crudo con cebolla, delicioso. Otro de los grandes placeres que allí disfrutamos, además de pasear por las playas, perdernos por el bosque en bicicleta y el calor de la caldera en la caseta, fue tomarnos una bayna, que no es una bebida típica sino el baño tradicional ruso. Básicamente es como una sauna pero en la que te dan unas ramas de abedul con hojas y todo para que te fustigues a gusto. Al salir las temperaturas bajo cero te reciben con un fuerte y placentero abrazo, del que pronto te tienes que zafar, vestirte y aprovechar el hambre que te ha entrado para degustar un poco más del omul crudo que nos preparaba Olga. Nos despedimos de ella tristes de dejar el lago, mágico para unos, indómito para otros y precioso para todos.

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