domingo, 3 de septiembre de 2006

Kanding: precoz despedida del Tibet

Kanding es una pequeña ciudad encajonada entre escarpadas montañas, un poco claustrofóbica ya que justo justo tienen espacio para poner un par de calles paralelas al río antes de que la montaña aconseje ir hacia otro lado. El pueblo surgió en el lugar donde dos caudalosos torrentes unen sus fuerzas antes de continuar abriéndose paso hacia el este, y tradicionalmente ha sido donde la cultura china y tibetana también se cruzaron para comerciar. Pero apenas quedan unos templos de madera y alguna casa antigua aislada para atestiguar que aquí hubo un pueblo hace tiempo, la nueva ciudad no es más que un montón de casas de hormigón apelotonadas que han ido rellenando sin orden ni concierto los huecos que quedasen por construir, por lo que por desgracia este pueblo, mirado desde las laderas del monte, recuerda bastante a algunos de los que ocupan estrechos valles en Euskadi, con cuestas por todas partes y torres de apartamentos y pabellones industriales que no acaban de mezclarse con el entorno.
Resulta extraño contemplar esta activa ciudad, con centros comerciales, restaurantes, hoteles de ejecutivos -en realidad sólo vimos uno- y coches y motos en abundancia, todos a la sombra de espigadas colinas, y surcada por un río que parece ajeno a todo ello y baja encabritado como si estuviese solo en el monte. Me temo que los habitantes de Kanding sólo se acuerdan de él cuando tienen que buscar un puente para cruzarlo, y el resto del tiempo se afanan en sus asuntos, como buenos chinos que son.

Y es que poca influencia tibetana queda aquí. Los seres humanos juzgamos por comparación, y nosotros, después de haber saboreado el concentrado caramelo de Litang, apenas conseguíamos distinguir el ingrediente tibetano diluído en el espeso caldo chino de esta ciudad, y al principio eso no nos gustó mucho. Hasta la gente nos parecía mas antipática, pero sólo era nuestra desilusión, porque resultó que eran muy amables y parecían llevar la sonrisa pintada en la cara.

Pero regustillo al final si dejaba. Además del centro tibetano, una sala algo deprimente que parece más un asilo de ancianos disfrazados con ropas tradicionales que un activo centro cultural, tuvimos la suerte de coincidir con un festival, en uno de los templos de las colinas colindantes, que aderezo nuestra estancia. Allí se respiraba un aire de fiesta de pueblo muy concurrida, aunque extrañamente poco dinámica, parecía faltar el cacareo y el trajín de gente que acompañan las fiestas populares, aunque no por ello era más fácil encontrar un sitio para sentarse y contemplar el espectáculo.

La entrada del templo estaba junto a dos enormes tornos de oración que no dejaban de dar vueltas a manos de los asistentes al evento, y una vez se cruzaba la puerta te encontrabas en un patio que habían cubierto con una enorme tela blanca adornada con banderines de oración, que poca protección daría ante una tormenta, pero por suerte hacía bueno. Toda la comunidad tibetana de la zona debía de estar allí, desde los ancianos con sus ropas tradicionales hasta sus nietos vestidos con camisetas de Mickey Mouse, sentados bordeando tres lados de un cuadrilátero de hierba, y en el cuarto estaba el templo con todos los monjes en sus túnicas de gala. A la llamada de los “rag dung”, esas trompetas gigantes que suenan como un yak quejumbroso, un grupo de monjes bajaba las escaleras del templo y realizaba una danza, acompañados de unos pequeños tambores que golpeaban con unas baquetas en forma de signo de interrogación. El espectáculo era muy vistoso y colorido, y sentirse rodeado de tibetanos mientras unos jóvenes monjes daban saltos y piruetas era muy exótico, pero, para qué voy a engañaros, por lo visto deben de pasar más tiempo meditando y recitando “mantras” que ensayando el baile, porque no faltó mucho para que alguno se cayera y tampoco iban muy acompasados que se diga, más bien todo lo contrario. En resumen, no resultaba una danza muy elegante, pero para dos vitorianos fue más que suficiente, y el resto del público también parecía contento.

Salir del templo significaba dejar este oasis tibetano y volver a un desierto de bloques de hormigón atrapado en su propio ritmo infernal ya que el pueblo era tan ajeno al festival como de él lo es el río. Mañana lo acompañaremos un buen trecho y lo veremos crecer mientras baja hacia las planicies de la China “han”.

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