sábado, 16 de septiembre de 2006

Tren Xian- Pekín



Para comprar un billete de tren en China no hace falta hablar mucho chino, vale con chapurrear los números y poco más; lo que sí hace falta es paciencia. Y es que, por mucho que cada fila esté separada por una gruesa valla, esto no impide que alguno se intente colar, con toda la cara dura del mundo, simplemente van hasta la taquilla por el pasillo de salida y alargan el brazo hasta que consiguen meterlo por la ventanilla y se van con su billete tan panchos. Algunos taquilleros los suelen mandar a lo que entendemos debe ser el final de la cola, aunque quizá sea a hacer gárgaras, pero la mayoría parecen demasiado cómodos, sentados en sus acolchados sofás con rueditas al fresco del aire acondicionado de las espaciosas peceras donde están metidos, como para preocuparse por las pequeñeces de los apretujados mortales al otro lado del grueso cristal. Los chinos de la fila tampoco les llaman la atención a estos jetas, pero, claro, nosotros no somos chinos y, con un sutil y medido gesto con el dedo índice, les indicamos que...; bueno, os hacéis una idea. Pero esta vez no funcionó, de los cuatro que se nos intentaron colar, tres blandieron un carné de color rojo mientras nos señalaban algo escrito sobre la ventanilla, pero, como ya os he dicho antes, nosotros no somos chinos, por lo que tuvimos que imaginarnos que pondría algo así como "Si se te cuelan te jodes, que tienen carné rojo y tú no". ¡Ah! el cuarto no tenía carné rojo, por lo que siguió la dirección que le mostró nuestro índice sin rechistar.

Dentro del tren es otra historia. Por lo que se ve, según te vas acercando a Pekín, los trenes suben de categoría, porque era más caro pero también más moderno, silencioso y rápido que los anteriores, que tampoco estuvieron nada mal. Y es que la red ferroviaria china es muy buena: A diferencia de sus vecinos de sur, aquí no tienen una sola vía sino dos, por lo que no hay que esperar a que pasen los trenes que vienen en sentido contrario para poder seguir, y así también se evita el riesgo de aparatosas colisiones, y la calidad del servicio también es mayor, pero a cambio se pierden ciertas libertades que disfrutábamos antes, como movernos a nuestro antojo por el tren, abrir las puertas de los vagones en marcha y, por supuesto, subir al techo, aunque eso sólo lo pudimos hacer en Camboya. Ahora todo resulta mucho más ordenado, eficiente, puntual, casi aséptico si no llega a ser por algún que otro guarrillo. Y aunque todas esas cualidades sean positivas, la verdad es que dicho así queda algo aburrido ¿verdad? Pues quizá sea ese uno de los peajes que tienen que pagar los países en el camino a la modernidad, con sus normativas, homologaciones y estándares para todo.

Pero, si bien es cierto que ya no se respira el ambiente distendido de Malasia, Tailandia, Camboya y en cierta manera Vietnam, donde el tren, además de un medio de transporte, podía ser un mercado, una sala de juegos y un lugar de reunión con amigos, no es menos cierto que al menos esta vez la gente de nuestro vagón parecía extrañamente alegre, quizás de la emoción de aproximarse a su capital. Tanto es así que para las seis de la mañana muchos ya estaban despiertos, y para desesperación de Susana no paraban de cotorrear como si estuviesen solos en el tren.

Gracias a ellos pudimos disfrutar del paisaje las últimas tres horas de viaje, antes de llegar a la ciudad imperial.

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