miércoles, 6 de septiembre de 2006

Emei Shan: escalera al cielo

Le pregunté a Jaizki qué es lo que íbamos a ver en nuestra próxima parada: “Mucho monte, muchos templos y monasterios budistas, mucho aire fresco y puro para respirar ¡y muchos monos!” fue su respuesta, y, salvo la parte de los monos, el resto se me antojó muy apetecible. Y Jaizki tenía razón en todo.

Emei Shan es una de las cuatro montañas sagradas para los budistas chinos. El punto más alto situado a 3.099 metros de altitud está rodeado de preciosos montes y valles cubiertos de espesa vegetación, la cual es difícil de ver, porque la mayor parte del tiempo está cubierta por un manto de niebla. Dentro del parque se encuentran emplazados unos veinte templos y monasterios, a los cuales acuden innumerables peregrinos, en parte a presentar sus ofrendas de comida e incienso a sus deidades favoritas y en parte para disfrutar del aire fresco y limpio tan escaso en la nueva China. Y muchos también van para poder ver a los monos que campan a sus anchas por los alrededores de los monasterios y que reciben con muy buen agrado la comida de los turistas con o sin su aprobación.
Pero también encontramos algo más que Jaizki se olvidó de mencionar: escaleras, muchas, muchísimas escaleras, todo un batallón de ellas, altas, bajas, de piedra , de madera, mojadas, secas, con musgo, con tierra, nuevas, viejas, resbaladizas, muy resbaladizas,... había de todo y para todos. Los 2.500 metros de desnivel que hicimos en dos días fueron única y exclusivamente de escaleras. Los músculos de nuestras piernas se atrofiaron de tal manera el tercer día cuando bajábamos, que estuvimos mucho tiempo, ya en la ciudad, andando por la carretera para evitar subir y bajar la acera cuando teníamos que cruzar un semáforo. Estamos seguros de que la famosa carrera por las escaleras del Empire State no puede ser tan dolorosa.

En nuestro camino hacia la ansiada Cima Dorada, nos cruzamos con muchos peregrinos chinos de todas las edades, que también sufrían -unos más que otros- las dificultades del terreno, pero siempre les quedaba un poco de aliento para responder a nuestro "Ni hao". Descubrimos lo duro que han tenido y tienen que trabajar para construír y conservar el magnífico camino que lleva hasta la cumbre y los numerosos templos que la rodean, unos cargando con pesadas losas de piedra o llevando en sus espaldas muchos kilos de ladrillos y otros barriendo y limpiando de ramas y hojas el camino para los que, como nosotros, habíamos decidido recorrerlo a pie.

Dormimos en uno de los muchos templos que se encuentran a lo largo de la ruta. Era el más pequeño de ellos y estaba asomado a un acantilado, muy básico, oscuro y húmedo, con unas pocas camas cuyas sábanas no habían visto una lavadora en mucho tiempo, pero la experiencia de convivir una noche con los cuatro habitantes de aquella "ermita" y la sensación de estar rodeados de naturaleza (y escaleras), con muy pocas opciones de ir a ningún lado, hicieron que nos sintiésemos muy acogidos y que tuviésemos un buen descanso para continuar con nuestra ascensión.
Y comprobamos que los monos que tanto respeto nos dan, por no decir miedo, no eran tan agresivos ni tan "civilizados" como nuestros viejos amigos de Prachuab Khiri Khan. Aquí tienen cuidado con la comida que les dan los turistas, ya que básicamente sólo reciben la que venden en un puesto a la entrada, hay carteles de advertencia sobre qué hacer si uno de ellos te sale al paso mientras caminas por el parque y, aunque toleran al ser humano, todavía le tienen miedo y muy pocos se atreven a saltarte encima, a no ser que lleves algo que se parezca a comida muy a la vista. Así que estamos muy orgullosos de poder decir que superamos la prueba de los monos, aunque, eso sí, esta vez íbamos armados con un estupendo bastón de caminar que podía hacer las veces de bastón de atizar.

Y como colofón a nuestro duro viaje, una vez más la montaña sagrada recompensó nuestros esfuerzos con un increíble amanecer. A las 6 de la mañana la cima estaba abarrotada de gente que recibieron con vítores la bola de fuego que surgió entre un estupendo manto de niebla y nos descubrió porqué la llaman la Cima Dorada, llenándonos la memoria de inolvidables imágenes de montes amarillos, templos relucientes y muchas caras maravilladas por el fabuloso espectáculo.

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