martes, 29 de agosto de 2006

Yading: el centro del laberinto

¿Habéis conocido alguna vez a alguien que se vaya a reencarnar en una cucaracha? ¡Nosotros si! Y es que no puede esperarles otro futuro a los guardas del parque natural de Yading que nos negaron su ayuda.

Este parque protege tres de las montañas más sagradas para los budistas tibetanos: Jampelyang, el bodhisattva de la sabiduría, Chanadorje, bodhisattva de la ira, y el mayor de todos, Shenrezig, de 6.032 metros, representa al patrón del Tibet, el bodhisattva de la compasión. Alrededor de este último los peregrinos tibetanos realizan un kora, que consiste en rodear la montaña en el sentido de las agujas del reloj. Y, dejándonos llevar por la magia que inunda este lugar, nosotros decidimos intentarlo también.
Y es que Tibet tiene algo especial, o al menos lo tiene la parte que nosotros estamos visitando, ya que aunque oficialmente estemos en Yunnan y en Sichuan, dos provincias contiguas al este de la frontera de la “Región Autónoma del Tibet”, eso sólo se debe a la política de divide y vencerás del gobierno chino: étnica y culturalmente esta zona es el Tibet. De hecho, resulta intrigante ver cómo Pekín ha intentado suprimir la cultura local durante décadas, y ahora los turistas chinos vienen a esta zona a atiborrarse de souvenirs y ver con sus propios ojos esta tierra y sus gentes. Si en Zhongdian se notaba una clara influencia tibetana, en las doce horas de tortuoso viaje que nos llevaron hasta Daocheng no hicimos más que adentrarnos más y más en ella, y había valles enteros donde no se veía ninguna influencia china, con sus bloques de hormigón y edificios oficiales; allí todo eran casas enormes de color tierra con las paredes inclinadas hacia adentro y los techos planos, ocupando los espacios alrededor de los empotricados ríos.
Y fueron muchos valles y muchos puertos los que pasamos en un pequeño pero potente autobús repleto hasta los topes, y más vale que fuera potente porque el camino estaba lleno de obstáculos. Tuvimos suerte de que ningún corrimiento de tierra nos cortara la carretera, aunque uno pequeño, que cayó mientras pasamos, hizo que el conductor acelerase para librarnos, pero de lo que no nos libramos fue del barro pegajoso y profundo, que nos obligó varias veces a salir del autobús y empujarlo después de haber colocado piedras y ramas en el camino para que cogiera tracción.

Y así, difícilmente, nos fuimos abriendo camino mientras mirábamos atónitos por las ventanillas este impresionante paisaje. Cada vez que el autobús subía un puerto, el más alto de los cuales superaba con creces los 4.500 metros, se esparcía en todas direcciones una sucesión de apretujadas montañas redondeadas (como si fuera una manta de las gordas arrugada), desprovistas de árboles pero cubiertas de hierba que alimentaba a los omnipresentes yaks. Y, cuando bajaba a alguno de los incontables valles, acompañábamos al río en su recorrido mientras intenta escapar de este interminable laberinto verde adornado con casas que parecen castillos, monasterios y las tiendas de tela de los pastores de yaks.

Y al final conseguimos escapar; bueno, en realidad no salimos, del laberinto, pero al menos creo que llegamos a su centro, tres torreones con boina blanca, el más alto de los cuales íbamos a rodear. Y no era tarea fácil: más de 30 kilómetros de caminata por encima de los 4.000 metros de altura rozando en dos collados los 5.000 metros no son para tomárselo a broma, por lo que decidimos hacerlo en dos etapas. Tras casi tres horas sudando, llegamos a una pradera surcada por un tortuoso arroyo alimentado por el glaciar del espigado Jampelyang y protegida a ambos lados por el Shenrezig y el Chanadorje. Ya se hacía tarde y allí había una cabaña con cocina donde pasar la noche. Nos fue fácil decidirnos.

Pero entonces aparecieron las futuras cucarachas y nos dijeron que no podíamos quedarnos a dormir, que estaba prohibido y que volviésemos al punto de partida, a pesar de que sabíamos que la noche anterior había dormido gente allí. Hasta se negaron a darnos de comer, alegando con una sonrisa en la boca que no sabían cocinar ¡os lo podéis imaginar! y todo ello ante la atenta mirada de los bodhisattvas de la sabiduría, la ira y la compasión, en uno de los lugares más sagrados para los tibetanos: casi se podía oler el mal karma que estaban generando, tan maloliente como el de su futuro hábitat, está claro que se van a reencarnar en cucarachas.
Pero, como no queríamos quedar mal ante esta prueba que nos habían puesto los bodhisattvas desde sus cumbres nevadas, al día siguiente empezamos a andar temprano, llegamos a la pradera, saludamos a los protocucarachas, se nos helaron las manos subiendo al primer collado por el viento que venía del glaciar, acompañamos a dos peregrinas un rato por unos preciosos lagos, apartamos a varios yaks que rumiaban en el camino, casi nos quedamos sin aliento (literalmente) subiendo en la niebla al segundo collado, y volvimos a bajar al lugar donde habíamos comenzado, completando así nuestro kora, mientras el Shenrezig se quitaba el velo de nubes que había llevado puesto todo el día y se descubría como para saludarnos y darnos su aprobación.

Fueron diez horas de paliza que nuestras piernas y pulmones se encargaron de recordarnos amablemente durante unos días, pero los paisajes por los que anduvimos tampoco se nos olvidarán fácilmente.

No hay comentarios: