martes, 1 de agosto de 2006

Hamoi: lagos, rios de motos y momificados

En una exposición de fotos en el centro cultural francés la recepcionista, una vietnamita que había vivido hace años en Cuba nos dijo en un perfecto español con un pegadizo acento caribeño, que junto a sus ojos rasgados resultaba muy chocante: "Tenéis suerte, hasta hace una semana el calor era inaguantable". Se refería al hecho de que llevaba cinco días lloviendo casi sin parar, día y noche, y, claro, el calor no sería sofocante pero sólo pudimos pasear por Hanoi en los descansos que se daban las nubes. A pesar de todo nos encantó, quizá por sus lagos, o por el ajetreo del barrio antiguo, o por sus avenidas arboladas, no se, pero lo cierto es que Hanoi tiene algo especial.

De los latigazos que ha dado el poderoso río rojo en sus numerosos cambios de curso, ha quedado un montón de lagos que ahora, engullidos por la ciudad, la oxigenan y le dan un espacio abierto que se echa de menos en otras capitales del sudeste asiático. A la orilla del Huam Kiem, en pleno centro de la ciudad, tanto lugareños como turistas nos juntamos todos los días para pasear dándole vueltas como si de un lago sagrado se tratase, y allí se puede ver a los jubilados con sus nietos, los deportistas con sus camisetas sudadas, algún pescador con sus esperanzas y los enamorados dándose arrumacos en los bancos. Estos últimos también frecuentan otro lago más grande, tanto que no es buena idea darle vueltas, donde se pueden alquilar unas lanchas de pedales con forma de cisne, que será una horterada, pero dan la cobertura perfecta para risas y besos.

Y luego hay parques, grandes y pequeños, y zonas desahogadas con sus avenidas arboladas, embajadas y edificios oficiales. El más importante de todos, al menos a nivel honorífico, es el mausoleo de Ho Chi Minh, el tío Ho, paladín de la revolución comunista, libertador del colonialismo francés, unificador de país, prohombre vietnamita y no se cuántas cosas más. Pero al parecer debía ser un hombre sencillo, que lejos de querer un mausoleo quería ser incinerado, pero el “Comité del Pueblo” decidió seguir la moda comunista del momento y, en contra de su última voluntad, lo momificaron y ahora lo exponen en una sala con el aire acondicionado a tope y toda la pompa ceremonial que se podía esperar. Aunque, si fuese una figura de cera, yo creo que muy pocos lo notarían; tiene un aspecto muy... ¡momificado! Y, por si acaso, no te dejan pararte mientras pasas. Los vietnamitas van en hordas a presentar sus respetos al hombre al que no se le respetó su última voluntad, y tienen que pasar innumerables controles bajo el inquisitivo ojo de una Guardia "casi Real" en inmaculados uniformes blancos, y de otros verde oliva que pululan por las inmediaciones del mausoleo, epicentro del gran cuartel que es Hanoi, si lo juzgamos por el número de policías y militares apostados por todas las esquinas, y que "amablemente" te dicen por dónde no puedes pasar o a qué no puedes hacer fotos.
Aunque parece que los policías también hacen algo más. A diferencia del resto de Vietnam, ¡aquí vimos poner multas! Y no es que esto mejorase el tráfico, la verdad: la aparente anarquía circulatoria es una firma característica del sudeste asiático, y Hanoi no es ninguna excepción, por mucha policía o semáforo que tenga. La sensación de cruzar la calle es única, a mí sólo me parece comparable a la que sintieron los judíos que escapaban de Egipto junto a Moisés y vieron abrirse las aguas del Mar Rojo a su paso. Pues algo así sucede aquí: cuando miras a la calle no ves más que un caudaloso río de motocicletas que dispara sus cláxones a discreción, pero, en cuanto pones el pie en el asfalto y empiezas a andar hacia ellas, se produce el milagro, porque no hay otra forma de llamarlo, y se va abriendo a tu alrededor una burbuja en la que llegas intacto hasta la otra orilla, y, si te giras y ves el imparable torrente motorizado reptando por las calles, te parece imposible que por allí acabes de pasar tú. Pero este milagro tiene truco, se necesita decisión y, sobre todo, un paso seguro y constante, nada de vacilar en la fe.

En el barrio antiguo las calles con estrechas, por lo que los ríos de motos son más bien arroyos, aunque de corrientes peligrosas, y están repletas todo el día, con un hormigueo constante de gente p’alante y p’atrás, de vendedores ambulantes y fijos, y los omnipresentes "motobaik", motoristas con visera que descansan sobre sus motos y, en cuanto ven un guiri, se ofrecen a llevarlo "barato, barato". Hanoi es la capital más antigua del sudeste asiático, y esta zona tiene más de 1000 años de historia. En el siglo XIII los gremios se asentaron por calles y, como en el casco viejo de Gasteiz, cada una tiene un nombre relacionado con algún producto, tan ocurrentes como: abaniquería, inciensería, jarronería, balsería, peinería, hasta ataudería. Como os imaginaréis, nada de este sistema gremial queda estos días, pero sí que todavía hay zonas en las que se concentran oficios, como los que hacen esquelas, sellos de madera, o los que venden zapatos, aunque lo predominante, que ocupa varias calles, se llamaría turistería.

A la noche la calle es tomada por restaurantes ambulantes que invaden las aceras, repletos de gente hambrienta dispuesta a llenar sus buches. Lo más sorprendente de todo es que también se ordenan por zonas, y en nuestra preferida se puede cenar marisco al vapor o a la brasa, sentado en unas diminutas sillas de plástico apelotonadas entre los árboles y las rejas de las tiendas cerradas. Fue una experiencia singular degustar cangrejo, almejas y un langostino tan grande que quería ser langosta a la orilla de la carretera, mientras las motos y los coches pasaban a poco más de un metro de distancia, no sólo de nosotros sino también de la "cocina".

Lo único negativo de Hanoi fue tener que luchar por todo, con desigual éxito, para que no nos timasen, desde el visado para China al billete de tren, pasando por la habitación de hotel y hasta por unas entradas al circo. En Hanoi tienen un circo permanente, nada de carpas, un pequeño estadio con asientos acolchados, para el que nos fue imposible comprar un billete en la taquilla, y no porque no hubiese nadie allí, sino porque nos decían que no había entradas, mientras al mismo tiempo al lado de la ventanilla una señora nos tiraba de la camiseta para vendernos unas más caras. Ante la pasividad del taquillero tuvimos que comprar las de reventa pero más tarde, al entrar, no nos sorprendió nada que el circo tuviese sólo la mitad del aforo cubierto. Los equilibristas y contorsionistas estuvieron muy bien, hasta cometieron algún error para que nos diésemos cuenta de lo difícil que son sus piruetas, y los payasos parecieron entretener a los niños, pero la verdad es que parecía que lo habían puesto para rellenar huecos, como al cantante, que resultó ser también patinador y equilibrista, nos obsequió dos romanticonas canciones que sirvieron para que la mayoría de la gente aprovechase para ir al baño. Lo peor fueron los animales: osos, perros, caballos y sobre todo monos, que tenían pinta de haber recibido más palos que una estera. Los monos tenían una cara de espantados mientras saltaban, daban volteretas o andaban en bici, que hasta consiguieron que sintiéramos lástima por ellos, incluso después de que en Prachuab Kiri Khan sus primos nos las hicieran pasar canutas. Pero esto pareció ser lo que más gustó a los niños, más que los payasos que no podían competir con un perro con faldas, un mono con pantalones o un oso con sombrero.

El último día Lorenzo se abrió camino al fin entre las nubes y entendimos a lo que se refería la recepcionista de acento cubano, por lo que nos metimos al aire acondicionado del tren encantados y nos despedimos de esta bella y bulliciosa ciudad.

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