lunes, 14 de agosto de 2006

Kunming: primeras impresiones

No se si las primeras impresiones son las que cuentan o son falsas, pero en esta ciudad resulta todavía más confuso, ya que tuvimos dos impresiones contradictorias separadas por pocas horas.
Llegamos a la noche después de un día muy largo: nos habíamos despertado en un hospital, cruzamos una frontera, tuvimos que desempolvar las pocas palabras en chino que habíamos aprendido en Singapur y, tras nueve horas de autobús por unos empinados puertos camuflados en la niebla y unos inmensos valles con ciudades recién construídas e industrias que merecían una reconstrucción, llegamos a una ciudad moderna, rica, limpia, bien iluminada, con calles amplias salteadas con centros comerciales, donde la gente paseaba a sus perros que miraban orgullosos su reflejo en los escaparates de Louis Vuitton. Nos recordaba tantísimo a la ciudad en la que habíamos vivido hasta hace apenas tres meses que casi no nos dimos cuenta de que no podía ser Singapur, porque corría una brisilla que aconsejaba chaqueta. Y es que los chinos a Kunming no en vano la llaman "la ciudad de la primavera", ya que nunca hace ni mucho frío ni mucho calor, sino todo lo contrario, “como decía el otro”. Después de tanto tiempo viviendo en la sauna del sudeste asiático, es todo un alivio tener que ponerse pantalón largo y chaqueta, aunque sólo sea de noche; es una sensación que nos acerca a casa.

Pero a la mañana siguiente, con todas las luces de los centros comerciales apagadas, los rectangulares bloques de edificios alineados estratégicamente, unos de pie y otros tumbados, las bicicletas circulando por su correspondiente carril y los autobuses con paradas en el medio de las avenidas como si fuesen tranvías, y una sutil neblina que tamizaba la luz del sol dándole un toque invernal, la primera impresión se desvaneció y la ciudad nos recordó ahora a otra en la que vivimos hace más tiempo, a Berlín, Berlín del este en concreto.
Nuestra entrada en China prometía mucho. El numero ocho es el de la buena suerte para los supersticiosos chinos y nosotros entramos un mes y un día después de San Fermín, el 8 del 8; nuestra buena estrella estaba asegurada. Pero parece ser que el panteón taoísta nos quiso retar para ver si nos lo merecíamos, y disfrutamos de bastante mala suerte durante los primeros días, nada importante, pero tuvimos dificultades en encontrar hotel, la habitación que conseguimos era ruidosa (temblaba el suelo) y no tenían otra donde meternos, estuvimos andando más de tres horas buscando una tienda que no encontramos, el bus que esperábamos nunca pasaba, y lo más grave de todo, el disco duro que llevamos empezó a hacer ruiditos y se paró, por lo que está de camino a Singapur para ver si lo pueden arreglar y recuperar las fotos de las que habéis podido disfrutar en este blog (continuará...). Pero parece ser que a los dioses esto ya les pareció suficiente y, para el cumpleaños de Susana, el día 13 (al menos no era viernes), nuestra suerte cambió de polo y recibimos la visita de Vincent y Joyce, dos amigos de Singapur que hasta se tomaron la molestia de traer una tarta con vela y todo, y que nos acompañarán un par de semanas. Como podéis apreciar en la foto, en el restaurante chino donde lo celebramos no tenían cubiertos, pero descubrimos lo fácil que es comer una tarta con palillos.

Con la suerte ya de nuestro lado fuimos descubriendo la ciudad y pudimos admirar lo desarrollado que esta este país. Kunming es una ciudad de tercera en China, pero no os engañéis, tiene nada menos que cinco millones de habitantes y un centro que deslumbra con sus luces y sus rascacielos, un contraste grandísimo con las capitales de los países del sudeste asiático. Se acabaron ya las peleas de claxon y la anarquía circulatoria, aquí todo el mundo va por su carril, los semáforos funcionan y sus luces tienen más significado que las de los árboles de Navidad. Las motos siguen siendo traicioneras y aparecen por cualquier lado, pero ya no es por la falta de reglamento sino por que, al ser eléctricas no hacen ningún ruido por lo que la ciudad parece extrañamente silenciosa. Por las aceras libres de obstáculos los ciudadanos pasean a la sombra de multicolores paraguas y se cruzan con los turistas, la mayoría chinos de clase media-alta, que vienen a disfrutar del afortunado tiempo y a gastarse el dinero en los centros comerciales.

Pero igual que cuando creces muy rápido te duelen las rodillas, en el desarrollo desproporcionado de China las clases bajas no parecen poder subirse al tren del progreso y se están quedando descolgadas en estaciones destartaladas. Choca mucho el número de mendigos que deambula por las calles, algunos rebuscando entre las basuras a la luz de anuncios de griferías de diseño, y otros dormidos en los parques donde los afortunados pasean a sus perros, o simplemente sentados en una esquina mirando con cara de no entender muy bien lo que pasa. Y es que dicen que Kunming ha cambiado mucho, apenas queda nada de la ciudad vieja, que ha tenido que dejar paso a los rascacielos, y la poca que queda está en vías de convertirse en pasto de bares, boutiques y restaurantes, desprovista de personalidad como en Singapur. Al menos los ancianos parecen haber encontrado cobijo en los parques y en las zonas que todavía no han sido demolidas y la verdad es que son muy activos, cantando, jugando al ajedrez chino o al “mah jong”, y enseñándoles a sus nietos cosas que probablemente en la nueva China no les valgan de mucho.

Para cuando nos fuimos ya no sabíamos si la ciudad se parecía a Berlín del este, a Singapur, o a ninguna de las dos, o a las dos a la vez... o algo así.

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