martes, 31 de octubre de 2006

Tren Irkutsk- Moscú: el Transiberiano

Irkutsk-Moscú: en el Transiberiano
(...) La fetidez del olor corporal y el desinfectante me azotaron en cuanto entré en el coche abierto, que alojaba a 54 pasajeros -el triple que en primera clase- pero que, por fortuna, sólo estaba ocupado a medias. Las literas se hacinaban unas junto a otras, el suelo era de simple linóleo e incontables filos de cuchillo habían dejado marcas en el linóleo blanco de las mesas.
A medida que transcurría la noche algunos viajeros se acostaron, acurrucándose totalmente vestidos bajo sus ásperas mantas. Otros se sentaron en los incómodos bancos del mal iluminado vagón para devorar sus cenas a base de salchichas, huevos duros, cebollas, tomates, pepinos y pan.
Fue un alivio bajar en Zaozerlii (...)
Extraído de El Ferrocarril Transiberiano, Fen Montaigne

(National Geographic, Junio 1998)


Así relataba el reportero de la National Geographic su experiencia en la plastkart del Transiberiano, la tercera clase. Por suerte no le hicimos caso y decidimos viajar en estos vagones donde los compartimentos son de seis literas y no tienen pared que los divida del pasillo. Están llenos de rusos que, como nosotros, no se pueden permitir el lujo de la privacidad de un compartimiento cerrado; entre ellos hay muchos militares de servicio, currelas, estudiantes, pensionistas y demás gente humilde.

Compartimos kilómetros con unos trabajadores de Dagestán que volvían a casa desde el norte y estuvimos enseñándoles a jugar al parchís, aunque no les dejamos ganar. Y también con una hiperactiva niña que nos contó su vida a pesar de que estaba claro que no entendíamos nada. O con una pareja que iba a Moscú y no hablaban mucho, pero que al final creímos entender que iban al hospital a tratar a la mujer. MiIlones de personas se desplazan diariamente en tercera clase y disfrutan de los cómodos, espaciosos, suficientemente iluminados y linoleicos vagones.

Para que os hagáis una idea de la magnitud del tráfico: la mitad de los desplazamientos por este vasto país se hacen en tren, el 70% de las mercancías también se mueven sobre raíles. El Ministerio de Ferrocarriles emplea un millón y medio de personas, controla 400.000 vagones y locomotoras, y, no menos importante, regenta 64 escuelas. Desde la perspectiva de un humilde usuario los ferrocarriles rusos parecen un monstruo mecánico, un enorme reloj con millones de engranajes, péndulos, espirales y piñones que da la hora siempre con exactitud.

Pero basta ya de datos, seamos prácticos y demos algún consejo para viajar en los trenes rusos:
(1) Intentad sonreír lo más posible a las provodnitsas. Ellas son las dueñas y señoras del vagón, controlan los baños, la radio, el calentador de agua y la puerta, por lo que tenerlas de tu lado es de un valor incalculable. Más importante aún es no hacerlas trabajar demasiado, salir de su compartimiento blindado las irrita muchísimo.
(2) Llevad un álbum de fotos de vuestros familiares, bodas, comuniones, bautizos, nacimientos, Navidad, hasta fotos de las mascotas valen. A los rusos parece gustarles mucho enseñarte su álbum y relatarte las situaciones, en ruso, pero no os preocupéis si no entendéis, levantaran la voz para que oigáis mejor. Sin duda una estupenda forma de romper el hielo.
(3) Traeros un juego de cama. En tercera clase el colchón y la almohada son gratis pero las sábanas no, unas traídas de casa ayudan a recortar gastos. Si lo llegamos a saber antes...
(4) Aprovechad por otro lado para compraros guantes, chándales, gorros, libros, revistas, "joyas", peluches y perfumes en el tren. Un pequeño ejército de vendedores ambulantes tomará el tren por asalto regularmente y deambulará con sus mercancías. Además en las paradas es fácil abastecerse de comida, incluso pescado recién ahumado.

La experiencia de viajar en el Transiberiano es única; su versión más descomunal dura seis días y medio ¡156 horas sin salir del tren! Por el camino quedan cinco husos horarios y más de 9.000 kilómetros, pero, como nosotros queríamos hacer el viaje sin jet lag decidimos partirlo en varios tramos, como habéis comprobado por las anteriores entradas, y sólo cambiar una hora por cada trayecto; bueno, una vez cambiamos dos. Pero, a pesar de todo, la experiencia es impactante. La ventana del compartimiento se convierte en una televisión de ambiente por la que una interminable película de abedules ocultándose en la nieve gira sin cesar.

A la noche apagan la tele, pero todo lo demás permanece igual; un vagón tranquilo, la gente bebe, lee, habla, juega a las cartas, o fuma (entre vagones) y espera a que el tren pare para estirar las piernas en el andén. Salir del viciado aire interior al frío siberiano te carga las pilas, pero si hace viento también te arranca alguna lágrima despistada. Observar a decenas de personas en chancletas pero con abrigo, que fuman y compran provisiones es muy cómico, pero sin sonreír todos volvemos rápido al cobijo del tren. Tanto se acostumbra uno a estar dentro de él que el final del trayecto es como un parto, uno sabe que debe salir, que es eso para lo que entró allí, que todo lo que uno tenía que hacer dentro está acabado ya y que será mejor cuando esté fuera. Pero es tan cómoda la monotonía y el calor allí reinantes, que hay que empujarse para no esperar una parada más, sólo una más.

El tren nos dio a luz en Moscú, aunque fuese todavía de noche, y es que es aquí adonde todos los caminos de Rusia llevan.

lunes, 30 de octubre de 2006

Tóbolsk y Kazán: blanco y negro

>Las dos ciudades son bonitas, con sus “kremlins” de paredes blancas vigilantes desde atalayas sobre el recodo de un río, sus iglesias con cúpulas de cebolla y sus calles empedradas. Todo lo que uno podría esperar de una ciudad medieval rusa. Pero hay acaban las similitudes, en carácter son totalmente distintas.
Tobolsk huele a incienso, que con su intenso y placentero humo inunda las iglesias ortodoxas y se escapa por las rendijas junto con el calor, para acabar en las fangosas calles del barrio antiguo, llenas de desatendidas casas de madera y mansiones en ruinas que todavía recuerdan los buenos tiempos, cuando la ciudad era la capital de Siberia y hogar del arzobispado. Pero eso fue hace tanto tiempo que ni los más viejos lo han vivido, ellos sólo ven un triste pueblo sin aliento y casi sin gente con quien cruzarse por la calle.


En este pueblo el mejor lugar para encontrarse con alguien es la iglesia. Será el calor, será la salvación divina o las ganas de conversar, pero a la mañana, recién salido el sol, cruzamos oscuros arroyos de gente que se iban juntando como afluentes a un río mayor que desembocaba en la iglesia. Las mujeres, que eran mayoría, se cubrían el pelo con un pañuelo y, tras besar los iconos de sus santos favoritos y rezar ante un montón de ellos más, iban ocupando el lado izquierdo de la iglesia. Los hombres al contrario se descubrían la cabeza y ocupaban la parte derecha, a la espera de que empezase la misa. Yo lo primero que me quité fueron las gafas que se me empañaron en cuanto entré. Nada podía contrastar más con el ambiente del exterior frío y seco, con un cielo monótono, blanquecino, sólo arañado por los esqueletos de los árboles.

Las paredes están tan recargadas de imágenes que apabulla. Las hay de todos los tamaños, iconos, frescos y mosaicos, pintadas en la pared, sobre maderas o lienzos, y llegan hasta el techo, que también está pintado con imágenes de apagados colores contrastados con oro. Un lugar donde uno no sabe muy bien cómo sentirse, es al mismo tiempo barroco y sencillo, acogedor e intimidante, espiritual y a la vez tétrico, incómodo pero relajante, con candelabros de pie dorados y finísimos cirios como única iluminación. Y la misa es muy ceremoniosa, una antigua liturgia que los monaguillos y curas con túnicas de gala cantan solemnemente en un eslavo antiguo mientras los fieles se santiguan sin cesar.


Y es que en la rusa postsoviética se está dando un “revival” religioso sin precedentes. Ilegalizada durante décadas y luego apenas tolerada, ahora la ortodoxia cristiana pisa con fuerza y entre sus fieles hay rusos de todas las edades. No es raro entrar a una iglesia cuando no hay servicio y ver a una bella joven de rodillas ante un icono o a un currela que pasa a echar unos rezos antes de volver a casa. Los barbudos curas son venerados, la gente se acerca a ellos con mucho respeto a besarles la mano y recibir una automática bendición. En la iglesia los únicos turistas somos nosotros, los rusos de otros lugares vienen a rezar y besar iconos.
Lo que más me sorprende de las iglesias ortodoxas es que nada más entrar hay una pequeña tienda donde venden velas, iconos, biblias y demás parafernalia religiosa, y sentada tras el mostrador hay una enjuta beata, normalmente entrada en años, con ropas sombrías y pálida cara que también se ocupa de las labores del hogar, digo, del templo, como mover los atriles para las biblias, quitar la cera sobrante de los candelabros, cambiar el incienso y cosas varias, mujer a la que pasar todo el día en tan sacro lugar no parece acercarla a la santidad, ni siquiera a la felicidad, a juzgar por su lánguida expresión.

Kazán, sin embargo, huele a cambio. También tiene iglesias, pero la única persona que encontramos en una de las más bonitas fue la que nos dijo que estaba cerrada. EL kremlin, patrimonio de la Unesco y por tanto restaurado hasta quedar casi brillante, está ocupado por edificios oficiales y sus señales de prohibido, la iglesia a la que no pudimos entrar y una mezquita que domina el horizonte, construída para servir a los muchos musulmanes de la zona, descendientes de los antiguos señores tártaros de la ciudad. Pero como consecuencia de haber sido tocado por la Unesco, el kremlin ha perdido su personalidad y se ha convertido en museo, desplazando la vida real a extramuros. Y vida hay mucha, comercial y universitaria, de negocios y entretenimiento, y también hay muchas obras, casi todas de restauración de los bonitos edificios del centro de la ciudad, al que les están haciendo un lavado de cara para recibir el prometedor futuro que les espera.

De todas las que hemos visto hasta hoy en Rusia, ésta es la primera ciudad que realmente parece haber dado la espalda al pasado soviético, y no sólo por la omnipresente publicidad y los coches caros que ya habíamos visto antes, sino por la atmósfera moderna que se respira en sus calles. Probablemente esto sea debido a que estamos viajando hacia el oeste y acercándonos a la capital; ya no estamos en Siberia y se nota. Aquí la gente viste a la moda occidental, aunque todavía mantienen el carácter ruso que se descubre por la naturalidad con la que llevan pieles incorporadas en abrigos y, cómo no, en sus tan característicos gorros, pero lo que más los diferencia es la actitud, parecen mucho más seguros de su papel en la futura Rusia, que se siente cómoda en el capitalismo occidental. Paseando por el centro de la ciudad nos daba la sensación de estar en cualquier otra del norte de Europa, sólo el alfabeto cirílico y las cruces ortodoxas nos recordaban donde estábamos.

Tóbolsk y Kazán parecen dos polos de un imán, una va hacia adelante y la otra hacia atrás, pero nosotros debemos ser de un extraño material, porque ambas nos atrajeron.

miércoles, 25 de octubre de 2006

Krásnoyarsk: la ciudad de hielo

Cuando visitamos China teníamos muy claro que dos meses de visado no iban a ser suficientes ni siquiera para ver la mitad de las cosas que queríamos, así que decidimos seleccionar con mucho cuidado los lugares que más nos atraían. En Rusia tenemos otra vez el mismo problema, pero esta vez peor, porque este país es mucho más grande que China y nuestro visado se reduce a treinta míseros días, por lo que llegamos a la conclusión de que lo mejor era visitar ciudades que estuviesen en nuestro camino a Moscú; es decir, en el trayecto del Transiberiano.
Por suerte parece ser que somos muy pocos los viajeros que recorren Rusia entrando desde Mongolia, porque la gran mayoría de turistas que nos hemos encontrado lo hacen en el otro sentido, así que hemos recopilado mucha información sobre los lugares más interesantes; bueno, en realidad ha sido sobre los lugares menos interesantes, porque nos han dicho qué ciudades no hay que visitar, pero desconocemos cuáles nos pueden interesar más. Siguiendo el consejo de un chico eslavo que encontramos en Irkutsk y que, para nuestra mayúscula sorpresa, nos preguntó si veníamos de Vitoria-Gasteiz justo antes de decirnos que había estado en nuestra ciudad tres veces, es como terminamos en Krasnoyarsk.
A nuestra llegada nos encontramos con una ciudad industrial con grandes edificios, con muy pocas casas de madera (gran contraste con Irkutsk) y con dos calles principales que se disputaban ser el área comercial de la ciudad, con tiendas de ropa de diseñadores afamados y música que no dejaba de salir de los altavoces que recorrían toda la avenida. También nos encontramos con un frío del demonio que puso a prueba nuestros guantes, gorros y cazadoras, y que hizo que nos sintiéramos las personas más felices y afortunadas cada vez que llegábamos al hotel y nos quitábamos las capas de ropa con las que nos habíamos forrado.

La razón de visitar Krásnoyarsk era el Parque Natural de Stolby y sus famosas formaciones rocosas, que corrimos el riesgo de visitar justo el día que más frío hizo durante nuestra estancia en la ciudad. El autobús urbano nos dejó en algún lugar de la carretera entre una casa y un árbol y nuestra aventura en Stolby comenzó con buen humor: “es por allí”, “no, por aquí”, “aquí no hay nadie”, “a lo lejos veo algo”, “je, je, qué bonito, todo está blanco”, “uy”, “cuidado”, “casi te caes por culpa del hielo”, “a ver si te hago una foto”...

La aventura terminó con Susana 7 caídas de culo en el duro suelo y Jaizki sólo 9, y sin fotos de los resbalones por miedo a que la broma nos costase una cámara o un objetivo. Las rocas eran bonitas y el lugar, que estaba completamente blanco, increíble, pero tenemos que reconocer que las condiciones no eran las mejores para visitar el parque, y seguramente hubiésemos disfrutado más de haber ido un mes antes, cuando todo estaba amarillo en lugar de blanco. Pero seguimos de buen humor cuando cogimos el autobús de vuelta a la ciudad hablando de los genes que poseen los rusos y que les hace capaces de ir al parque natural de Stolby con un frío de narices y con hielo por todas partes sin guantes, con zapatos de calle, sujetando un bolsito de piel en la mano izquierda y en la derecha un móvil. ¿He mencionado que la más valiente de todos era una mujer algo más que cincuentona?
Ahora que ya no nos duele nada nos reímos de las culetadas y las caídas que tuvimos y que a mí me recordaban bastante a las tortas que se dan en los dibujos animados.

En Krásnoyarsk también confirmamos lo que habíamos descubierto en Irkutsk: que las maravillosas vacaciones a buen precio y sin apenas sacrificios a la hora de comer, beber, dormir y hacer compras se habían terminado. Del día a la noche los precios se habían multiplicado cuatro y hasta cinco veces, dejándonos en estado de shock por unos días. Ahora volvemos al tiempo en el que éramos estudiantes y comprábamos pan de molde, tomates, jamón y pepino para hacernos sandwiches y no morir de inanición. Lo que peor llevamos es el precio de los hoteles, ahora hay que pagar tres veces más y por poder dormir en un dormitorio junto a otras seis personas. Supongo que todo será cuestión de tiempo y de hacerse poco a poco a la idea, algo que nos vendrá muy bien cuando lleguemos a la tan temible para nosotros zona del euro.
Por lo menos esta vez en Krasnoyarsk disfrutamos de una pequeña, pequeñísima pero cómoda habitación con un útil lavabo en un enorme hotel. Nos impresionó el larguísimo pasillo donde se encontraban las habitaciones y que conducía a los baños, con techos altísimos, alfombras de colores oscuros y tristes y la pintura y el papel de las paredes levantados en muchos sitios. Un lugar que por la noche daba miedo debido a la sensación de soledad y dejadez que allí reinaba, pero al que nos acostumbramos y aprendimos a disfrutar, ya que durante nuestra estancia en Rusia estábamos seguros de que nos encontraríamos con más hoteles de película de miedo como éste.

domingo, 22 de octubre de 2006

Baikal: "enfant terrible" de los mares

El Baikal es un lago que no parece tal, es más como un mar pequeñito de oscuras y limpias aguas en medio de Siberia. Además tiene muy mal genio, es aquí donde el continente se está partiendo en dos y la profundísima grieta inundada que forma el lago se rige por su propio clima, ignorando o manipulando a su antojo las nubes que con él se topan; no es raro que esté nevando en un lado y al otro luzca el sol, porque él lo quiere así, para cambiar de parecer súbitamente y alterarlo todo, como el niño mimado que es.

Parece divertirle por ejemplo cambiar el sentido en que van las olas, porque también tiene olas, que unos días van hacia el norte y otros hacia el sur, según le de el viento; es un lago muy veleta que algún día se hará mayor y será mar. Cuando llega el crudo invierno hasta él se tiene que replegar y espera bajo un manto de hielo a que la primavera abra la veda de juegos un año más. Aunque una vez en 1904, creo, aburrido en su castigo invernal, se tragó un tren entero. Era el Transiberiano, que con las prisas de una guerra se aventuró a incitar al chaval y le pasó unas vías sobre el hielo para atajar. No se les volvió a ocurrir hacerlo y tuvieron que cavar túneles y montar puentes durante años para conseguir bordear el norte del lago, y así concluír de una vez por todas la línea completa del Transiberiano. Pero paradojas del destino, esta obra maestra de la ingeniería de principios del siglo XX quedó obsoleta rápidamente, y hoy día más de 100 km de ella son como una rama seca de un árbol, sólo conecta un pequeño pueblo minero con otro pesquero todavía más minúsculo, pasando por el camino por asentamientos de no más de cinco casas, a las que no llega la carretera. Como no podía ser de otra forma, el tren local que por ella circula va medio vacío y en él nos encontramos con un orgulloso cosaco, un niño hiperactivo, un ruso que mataba el tiempo bebiendo vodka y fumando entre vagones, y poca gente más. Pero además de transportar pasajeros, el tren reparte el correo y hace de tienda ambulante para estas aldeas perdidas en las escarpadas laderas que dan al lago.

Era ya tarde cuando llegamos a Port Baikal, el final de la línea, y éramos los únicos en el tren. No es de extrañar, ya que los que aquí quieren llegar van por carretera hasta el pueblo situado al otro lado de la desembocadura del río Angara y cruzan en ferry, ahorrándose así las seis horas de traqueteo bordeando el lago. Como no esperan que alguien llegue a esas horas con intención de cruzar al otro lado, no hay ferry, ni puente, ni nada que comunique este pueblucho con el mundo exterior, a pesar de poder ver a no más de 100 metros una carretera con coches y altos edificios con las luces encendidas. Tan cerca pero tan lejos, al otro lado del Angara, que esta vez no sólo dividía dos orillas sino dos épocas. Después de una infructuosa búsqueda de una barca que nos cruzase, tuvimos que dormir allí e ir a Irkutsk a las mañana siguiente.

Irkutsk es una ciudad que fue, dejó de ser, casi es, y probablemente será. Me explico: en los años dorados del "descubrimiento" de Siberia, Irkutsk era una ciudad próspera, la Paris de Siberia, agraciada con la llegada de los decembristas, aristócratas progresistas que fueron exiliados a Siberia y llevaron allí sus costumbres y cultura, la cual contrastaba mucho con la atmósfera de pueblo del oeste que imperaba. Testigo de ello es la preciosa arquitectura de madera típica de Siberia, casas de dos pisos con intrincadas decoraciones talladas en ventanas y techos, así como los edificios de las calles mayores que rezuman estilo y aires de grandeza. Por desgracia muchas de estas casas han sido abandonadas y algunas están en un estado desastroso, y ahora abundan los edificios de apartamentos, soviéticos y descuidados parques con columpios de metal descoloridos y mucha mala hierba. Pero parece que el declive esta pasando, y los andamios esconden muchos históricos edificios que están siendo pintados y acondicionados para la clase media alta.

Pero no nos íbamos a quedar a ver qué pasa, nosotros queríamos volver al lago y para ello nos fuimos a su isla, Olkhon, que es más una península a la que se le ha roto el cordón umbilical. Allí pasamos unos días disfrutando del riquísimo pescado que nos preparaba la babushka del hostal, frito, empanado, en salsa, pero sobre todo marinado y crudo con cebolla, delicioso. Otro de los grandes placeres que allí disfrutamos, además de pasear por las playas, perdernos por el bosque en bicicleta y el calor de la caldera en la caseta, fue tomarnos una bayna, que no es una bebida típica sino el baño tradicional ruso. Básicamente es como una sauna pero en la que te dan unas ramas de abedul con hojas y todo para que te fustigues a gusto. Al salir las temperaturas bajo cero te reciben con un fuerte y placentero abrazo, del que pronto te tienes que zafar, vestirte y aprovechar el hambre que te ha entrado para degustar un poco más del omul crudo que nos preparaba Olga. Nos despedimos de ella tristes de dejar el lago, mágico para unos, indómito para otros y precioso para todos.

sábado, 14 de octubre de 2006

Tren Ulan Bator- Irkutsk

El tren de los contrabandistas, así le llaman al tren que cogimos para ir de Ulan Bator a Irkutsk. Lo dicen por la cantidad de mongoles que suben a él con productos baratos comprados en China con la intención de venderlos en Rusia, aunque para ello han de pasar primero la frontera, y una vez más esto lleva su tiempo.
Si miráis en el mapa, veréis que el recorrido no son más de 1.000 kilómetros, pero cuesta hacerlos 36 horas. No calculéis más, es una media de 28 km/h. Por supuesto, el tren va mas rápido que eso, pero sólo cuando no está parado, que en este viaje es la mitad del tiempo por lo menos, desesperante; y no es que tengamos prisa, pero… Para empezar el tren llega a la frontera a las 4 de la mañana y allí espera hasta las 9, a que abran, imagino. Poco antes de seguir, todos los asientos libres de nuestro vagón se llenaron de mujeres con bolsas llenas de ropa: las contrabandistas. Van desperdigando la ropa por compartimientos, como para disimular, a nosotros nos dejaron dos pares de botas de invierno y, como teníamos una cama libre, una de ellas se acomodó entre nosotros, con sus pantalones vaqueros, sus zapatillas de casa, fruta, vodka y no se qué más. La parte mongola de la frontera fue fácil, sólo nos costó dos horas, volvimos a encontrarnos con un clon de la simpática sargento de gorra cómica, que se llevó nuestros pasaportes y nos los devolvió sellados. Bienvenidos a la tierra de nadie, ahora vamos a ver cómo funciona la frontera rusa.

Las que estaban tensas de verdad eran las contrabandistas, nos sonreían de puro nerviosismo cada vez que entraban a mirar si quedaba algún hueco donde esconder algo en nuestro compartimiento, la chica que nos acompañaba se puso dos pantalones, uno encima del otro: si cuela, cuela. Y entonces llegaron los oficiales de aduanas rusos, con paso firme, a ver qué les intentaban meter esta vez. Estaban muy bien enseñados e intentaban ser tan secos y ásperos como fuera posible, con mucho éxito. Siguiendo la costumbre, no nos dejaban estar en el pasillo mientras trabajaban, por lo que desde la puerta del compartimiento íbamos viendo pasar la gente que con cara de circunstancias arrastraban las bolsas que no habían conseguido colar y las apilaban a la puerta del vagón. Y entonces llegó nuestro turno. Sin mirarnos a la cara preguntaron por las botas de invierno, a lo que nosotros respondimos que eran nuestras, que las habíamos comprado en Ulan Bator. La aduanera se rió sin ganas, pero al ver que insistíamos cambio de tono. Un italiano que nos acompañaba hasta se las calzó, y por suerte eran de su talla, pero la rusa levantó la voz hasta que la legitima dueña vino del compartimiento de al lado y llevó las botas junto a las otras a la puerta del vagón, requisadas hasta que paguen las tasas.

Es desconcertante pensar que esto ocurre prácticamente todos los días y todavía parecen tener la ingenuidad de creer que los policías no se van a dar cuenta, pero seguramente no pensará lo mismo la señora que iba con nosotros, ella salió del tren con lo mismo que había entrado, sólo se dejó los nervios y una manzana que nos regaló por nuestro fallido intento de salvar las botas de una compañera.
Después de casi doce horas de parón proseguimos nuestro viaje, ahora por tierras rusas.

Y menudo cambio. Lo que más impresiona es que por primera vez en mucho tiempo empezamos a ver gente de raza blanca que no son turistas. Después de tres años viviendo en Singapur y cinco meses de viaje por Asia, es la primera vez que ya no llamamos la atención por el color de nuestra piel sino sólo por la pinta de guiris que tenemos. Es un cambio insignificante ya que no tiene consecuencias, pero debido a su brusquedad resulta chocante. En parte ya parece que hemos dejado Asia y estamos en Europa. Aunque todavía nos quedan 5.000 km para salir de Siberia, la homogeneidad racial de Rusia, que colonizó estas tierras hace ya mucho tiempo y desplazó a las gentes del lugar, nos ha sorprendido. Pero una vez más queda patente la forma comparativa con la que juzgamos los humanos, ya que para la gente que hace el viaje en sentido contrario Siberia es un lugar de transición, donde empiezan a reconocer rasgos asiáticos en los rostros de la gente, caracteres de las razas que habitaban la zona, hoy diluídos en las caras de los conquistadores. Todo depende del cristal con que se mire.

viernes, 13 de octubre de 2006

La DisCo lorada

Toda la noche de juerga. Eso es lo que están haciendo Su y Ja, y lo que les queda todavía. Han estado en garitos pequeños, sucios y destartalados pero con mucho ambiente, y en otros que se están poniendo de moda y han cambiado la decoración y las luces para hacerlos más modernos, y en todos ellos se han encontrado con amigos o han hecho nuevos y se lo han pasado de lo lindo, hasta la música ha sido buena casi todo el tiempo, lenta al principio y más marchosa según avanza la noche, como siempre. Por desgracia, casi todos los sitios cobran entrada, pero dicen ellos que merece la pena.
Ya va siendo hora de replegarse, pero antes de ir a dormir han quedado con unos colegas en la DisCo lorada, un local enorme que les pilla de camino a casa, así que para allí se van nuestros protagonistas a comprar unas entradas. Pero lo que normalmente se reduce a pagar y pasar no es tan fácil en la “lorada”. Y es que antes era un club privado, todo colorado por fuera (aunque dicen que por dentro era de otro color) y había que ser miembro para entrar (también dicen que una vez te abonabas no era tan fácil anular la suscripción). Bueno, el caso es que ahora ya es una discoteca casi como todas las demás, pero ha debido de heredar algunas reglas del antiguo club que era, porque lo ponen realmente difícil para entrar; si no, que se lo digan a Su y Ja. Les han dicho que para comprar una entrada tienes que presentar una invitación de un camarero del local, lo cual no puedes conseguir sin entrar antes; pero para facilitar las cosas hay unos personajes cerca de la taquilla que te consiguen una invitación por un "módico" precio, eso sí, sólo si les compras también unos vales por todos los potes que te vas a tomar dentro.


– ¡QUÉ! –gritan nuestros protagonistas.

– A ver si lo he entendido bien: si no te pago ahora por todos los potes que me vaya a tomar, más la entrada, más la invitación del camarero colega tuyo, no hay forma de que entre.

– Sí... Bueno, eso no es todo: además tenéis que comprarme un condón homologado por la discoteca, a no ser que llevéis uno, homologado, digo.

– ¡CÓMO! –Ante esta situación tan surrealista deciden llamar a algunos amigos y todavía se lo ponen peor. Uno les dice:
– A mi primo de Bilbo, no se si lo conocéis, no le dejaron entrar. Tenía la invitación y todo, pero le dijeron que en la taquilla aquella sólo podían comprar los de Gasteiz.

– ¿Y cómo consiguió la invitación? ¿En Bilbo?

– No, se la pillaron a uno de esos que pululan por la entrada, les consiguió una vía SMS o algo así, que es más rápido –les dice.

– ¿Y no tuvieron que pagarle por lo potes?

– Creo que sí, pero como iban en grupo no les importaba.


– La lorada –dice otro– ¡menuda movida! Un colega del curro quiso entrar, pero como su invitación no estaba escrita en una servilleta del garito, le dijeron que no valía, y encima se quedaron con la pasta que ya había pagado, por las molestias le dijeron.

– ¿Las de quién?

– Eso digo yo.

– Pero si a mí me han dicho que con un SMS vale.

– Pues díselo a mi colega.


Todo esto los deja desorientados, no saben qué hacer, les parece imposible que entrar a una discoteca pueda ser tan aleatorio. Por supuesto que se les pasa por la cabeza dejarla para otra noche, pero por desgracia no pueden hacerlo, porque ya han quedado con gente dentro. Y entonces...


INVITACIONES SIN COMPROMISO

Si quieres una invitación para la DisCo lorada y ser libre de tomarte dentro lo que quieras, manda un SMS a 7-800-discolorada y te la enviaremos a tu móvil.

(coste de la llamada: 25 euros)



Así reza el cartel que hay pegado donde se sientan a llamar por teléfono. Como no tienen ninguna gana de comprar todos los potes de antemano (de hecho no saben lo que van a tomar hasta encontrarse con sus amigos), deciden arriesgar y, para su sorpresa, logran una invitación en sus móviles inmediatamente. Condones ya llevan, así que se van para la taquilla con la sensación de presentarse a un examen sin haber estudiado, a ver qué pasa.
Por suerte hay final feliz. Les sale más caro de lo normal y cuesta más tiempo del necesario, pero consiguen sus entradas. ¡Al fin!


jueves, 12 de octubre de 2006

miércoles, 11 de octubre de 2006

Ulan Bator: el grano

Como muchas capitales, Ulan Bator no parece pertenecer al país, es totalmente diferente en carácter y fisonomía, pero esta vez además es como un grano en un bello rostro. Tras pasar una semana por estepas interminables y boscosas montañas desiertas de gente, subir el collado que te descubre Ulan Bator es deprimente.

Como muchas grandes ciudades, tiene un negro escudo protector de polución, que lo protege del aire limpio circundante. Escudo alimentado constantemente por las fábricas que la rodean y que básicamente son las únicas del país. Un oasis de civilización en la desierta Mongolia. Es como si la hubiesen construido porque todos los países necesitan una ciudad grande y contaminada. Aunque llenarla no les ha sido fácil, casi la mitad de la población vive aquí, muchos en condiciones realmente míseras.

Según te vas acercando, antes de que aparezcan los hoteles, bloques de apartamentos, bares y demás marcadores de la urbanidad; empiezas a ver campamentos de “gers” formando un disperso cinturón blanco. Un poco más dentro están los arrabales de casuchas de madera, tan grandes que prácticamente forman la ciudad, y donde vive la gente en condiciones que no debe distar mucho de las de los nómadas, aunque mucho más deprimente.

Te das cuenta de que has llegado al centro cuando ves edificios oficiales con sus paredes recién pintadas con colores pastel, un centro comercial y algún restaurante, pero poco más. Más que pasear por el centro de la capital de un país, te da la sensación de estar en la calle principal de un barrio periférico donde se encuentra el comercio de la zona. Pero quizás precisamente ése sea el mayor aliciente que tiene, la falta de un núcleo opresivo, el aire desenfadado de su avenida principal, la sensación de estar en un pueblo grande, con su templo lamaísta y su trolebús.

Además nos regaló nuestra primera nevada del viaje, apenas unos copos, pero que nos hacía ilusión contemplar mientras desayunábamos al calor de nuestro albergue. Porque en eso sí que se parece al resto del país, hace frío, aunque no por ello todos van con los calurosos trajes tradicionales, aquí te encuentras gente que sigue la moda, y sobre todo las chicas más jóvenes llevan la ropa muy ceñida.

En definitiva, Ulan Bator no es una ciudad que cautive, al menos no a primera vista, pero tiene algún encanto que con el roce puede llegar a crear cariño; habrá que preguntárselo a los que hayan pasado más tiempo allí. Lo que está claro es que la mayoría de la gente llegamos a Ulan Bator para salir de allí cuanto antes, y sólo volvemos a darnos una buena ducha, conectarnos a internet y comer algo que no lleve carne de oveja o cabra.

martes, 10 de octubre de 2006

Mongolia: el país de los "gers"

Llegamos a Ulan Bator un domingo por la mañana con cara de sueño y ganas de estirar las piernas, y al día siguiente nos embarcamos en un tour para conocer Mongolia y a su gente.
Fueron siete días de largas jornadas por polvorientos caminos, dando botes y tumbos en una furgoneta de fabricación rusa que pinchó dos veces y a la que se le estropeó la batería, casi una semana sin poder ducharnos, durmiendo con la misma ropa que usábamos durante el día, pasando frío por las noches, comiendo únicamente carne de oveja y cabra con patatas y zanahorias, guisadas o en sopa, bebiendo té mongol hecho con leche de vaca y sal, leche fermentada de yegua (airag), sin electricidad, calentándonos con boñigas de vaca y caballo que prendían y se consumían a una velocidad increíble. Ha sido genial, toda una experiencia que no nos importaría repetir ahora mismo e incluso alargarla varios meses.
Una de las razones por las que estuvimos tentados de no venir a este país eran los rumores que habíamos oído sobre lo caro y difícil que es viajar por este enorme territorio, donde las carreteras sólo llegan hasta unos pocos kilómetros más allá de los límites de las pocas ciudades que hay. Hace falta mucho tiempo y paciencia para visitar cada uno de los interesantes rincones que esconde Mongolia, y a nosotros los doce días de que disponíamos se nos antojaban insuficientes.

Y venir, al final, ha sido la decisión mejor tomada de todo el viaje. Los sentimientos que han crecido en mí durante estas casi dos semanas son muy profundos y me resultan difíciles de describir.
He leído muchos relatos de viajeros que en su camino han encontrado el destino de sus sueños, donde quedarse a vivir y a disfrutar del lugar. Pues bien, creo que yo también lo he encontrado, pero, a diferencia de esos osados viajeros, yo siento que primero tengo que terminar con esta aventura que comenzó en Singapur y que debe llevarme a Vitoria. Lo que pase después será otra historia diferente.
Jaizki dice que no me deje llevar por la euforia del momento, porque no es tan fácil ni tan ideal como parece a nuestros ojos de turistas, pero en mi interior sé que podría trabajar muy duro y ser feliz rodeada de esta gente, de sus animales, de sus interminables praderas y de sus terribles inviernos. La sensación de sentirte libre, sin vallas ni muros, con los animales compartiendo las laderas de las montañas, como si todo lo que alcanza la vista te perteneciese y pudieses disfrutarlo a tu antojo, como galopar a lomos de un caballo sintiendo el aire en la cara y poder seguir así en línea recta por siempre jamás.
Nunca me he sentido demasiado atraída por las grandes ciudades a pesar de todas las comodidades y posibilidades de ocio y entretenimiento que puedan ofrecer. Me sigue haciendo mucha gracia cuando alguien comenta que allí no hay nada que hacer refiriéndose a algún pueblo pequeño o, en el caso de Mongolia, referido a un “ger” situado en mitad de la nada, rodeado de pequeños montes, pastos y rocas. Para mí disfrutar del lugar ya es muchísimo por hacer, y, si encima tienes la oportunidad de compartir una noche la vida de las gentes que habitan estas tierras tan indómitas y aprender algo de ellos, no entiendo que se pueda pedir más.


La hospitalidad de la gente de Mongolia es admirable. Abren su casa a los visitantes que llegan de cualquier lugar y a cualquier hora, y lo primero que hacen es ofrecerte una buena taza de té mongol bien caliente. Un tercio de la población mongola es nómada o seminómada y viven en las tradicionales tiendas circulares de lona que se conocen con el nombre de “ger”, hechas con los pocos materiales que tienen a mano: crines de caballo para las cuerdas que sujetan las lonas, pieles de oveja para aislar del frío y del viento del exterior, madera para la estructura del interior y tierra para aislar aquellas zonas bajas que se estropean por culpa del tiempo y la humedad, y que comprobamos que funciona de maravilla. Una casa móvil que se monta en dos horas y que dura años, y donde fuimos capaces de dormir diez personas casi a pierna suelta. Y de los baños qué puedo decir, salvo que aquí jamás echarás de menos un libro o un periódico, los baños más maravillosos del mundo en plena naturaleza, eso sí, de noche y sin luna dan un poco de respeto.


Espero poder volver pronto algún día y seguir contando maravillas del país más salvaje, auténtico y bello que conozco.

domingo, 1 de octubre de 2006

Tren Pekín- Ulan Bator

Fue nuestro primer otoño en tres años, pero apenas duró unas pocas horas. Nos cruzamos con él camino a Ulan Bator, lo vimos deslizar su dorado manto hacia el sur desde las ventanas del vagón restaurante, pero, para cuando nos dimos cuenta de que era una estación que no existe en Singapur, ya se había pasado, fue como cruzarse con un tren anaranjado. Se dirige hacia un Pekín que nosotros habíamos dejado en manga corta y sandalias, y pronto llegaríamos a una Mongolia en la que el invierno se estaba colando por debajo de las puertas. Y es que ya estamos en el transiberiano, el tren que inspiró nuestro viaje. Todo empezó con la idea de visitar China y después ir hasta Moscú en tren, así de sencillo, pero se nos ocurrió "¿por qué no cogemos el tren desde Singapur para llegar a casa?", y aquí nos tenéis: después de casi cinco meses hemos llegado al foco del incendio de nuestro viaje.
Al principio treinta horas de tren intimidan, porque parece que te vas a aburrir muchísimo. Te aprovisionas de comida y libros esperando interminables horas sin saber qué hacer, y sorprendentemente se pasan volando y no haces nada, no lees, no escribes, sólo hablas con otros pasajeros que también han aparcado sus libros hasta la siguiente estación.

Y es que el tren no para mucho, y cuando lo hace es por poco tiempo…; hasta que llega a la frontera, claro. Yo no se qué tienen los policías de aduanas, pero está claro que les gusta hacerse los importantes. Esta es la segunda vez que podemos cruzar la frontera en tren (la otra fue la que separa Singapur de Malasia) y también aquí cuesta más de lo necesario. Primero entran los policías chinos después de poner un vigilante en cada puerta, te hacen rellenar un formulario de esos en los que dices que "no" a todo, te sellan el pasaporte y te lo devuelven con cara de haberte hecho un favor.

Luego viene lo más interesante: se llevan el tren a unos enormes hangares y allí les cambian las ruedas. El ancho de vía chino es diferente del mongol, algo parecido a lo que ocurre entre España y Francia, por lo que ni cortos ni perezosos montan los vagones sobre unos gatos hidráulicos descomunales, los elevan y les cambian las ruedas, como si nada.

Y después y para terminar llegan los policías de frontera mongoles: unos hombres con cara de pocos amigos hacen guardia en el anden ataviados con unos abrigos largos y botas brillantes, mientras unas señoritas con cara de muchos enemigos y una gorra militar, que resultaría cómica de lo grande que era, sino fuese por lo tiesas que iban, nos indicaban que nos metiésemos en nuestros compartimientos y nos mantuviésemos en silencio mientras se iban llevando nuestros pasaportes. Todo un show para los extranjeros que allí íbamos. Los que más se divirtieron fueron unos que habían aprovechado las dos horas de cambio de ruedas para beber vodka y no acababan de entender los gestos de la señora sargento que registraba nuestro vagón, hasta que golpeó tres veces con sus pasaportes en la puerta para callarlos. El que no debió pasarlo tan bien fue un brasileño casado con una mongola, al que bajaron del tren y retuvieron en la estación durante más de media hora, pero que regresó sano y salvo para regocijo de sus hijas, y eso que había bajado en camiseta y hacia mucho frío.

Después de más de de seis horas, al fin, el tren cogió velocidad por el desierto de Gobi, que no pudimos ver porque eran las 3 de la mañana. A dormir nos fuimos, pues, pero a la mañana siguiente, antes de llegar a Ulan Bator, pudimos ver caballos, águilas y camellos, además de hierba y arena. Mongolia promete.