viernes, 22 de diciembre de 2006

Perigueux: última estación

Nuestra última estación antes de llegar a casa. Los últimos amigos a los que visitar, los últimos billetes que comprar, y la última vez que abrimos y cerramos nuestras mochilas. Y como se trataba de una visita muy especial, lo celebramos por todo lo alto junto a Marie y Philippe, dos profesores franceses que conocimos en la Garganta del Salto del Tigre en China, hace ya cuatro meses.

La Navidad ya había empezado para nosotros, no sólo por la riquísima comida, también por el frío y el hielo. Por la mañana nos encontramos toda la ciudad cubierta de una fina capa blanca, muy resbaladiza y peligrosa, y un viento helado que nos recordó que estábamos en invierno. Andando por la ciudad me acordé de las historias de Astérix y Obélix, sobre todo la parte en que los romanos rodeaban las aldeas para conquistarlas. Todo esto me vino a la cabeza cuando fuimos a visitar las ruinas galo-romanas que se desperdigaban por los alrededores del actual centro de la ciudad. Todavía se pueden visitar los restos de lo que fue un estadio, hoy jardín, y donde nos fue fácil hacernos una idea de lo grande que fue el lugar, y grande, más bien enorme también nos pareció una torre que dicen que no se sabe para qué valía.

Pero más interesante aún resulta el centro medieval, en el que no hay ruinas sino palacios de piedra protegiendo estrechas callejuelas, todo ello en una atalaya, como en Gasteiz, pero en vez de tener a sus pies la plaza de la Virgen Blanca, ésta se yergue sobre las orillas del Isle, un río de aguas tranquilas que acaricia la ciudad en su camino al mar y donde los patos salvajes nadan con calma ajenos al destino de sus primos.

Por la tarde la actividad del pueblo fue decayendo poco a poco, como siempre sucede en los pueblos franceses, así que volvimos a casa donde Philippe y Marie nos esperaban. Nada más pasar la puerta, el olor a tarta de manzana nos abrió el apetito. Parece que Marie sabe sacar mucho provecho de las manzanas que tiene en su jardín, porque no sólo las usó para la tarta sino que cocinó con ellas una estupenda salsa para acompañar el rosado magret de algún desafortunado primo de los patos del río. Pero no fue la única baja que sufrieron los patos, algunos fueron transformados en un delicioso confit, que a duras penas conseguimos colocar en nuestros estómagos, hinchados como estaban con el foie gras de los entremeses. Toda una comida a base de pato, la antesala de las insanas comilonas que seguirán en navidades.

Brindamos con champán y todo, para celebrar el final de nuestro viaje, la última cena itinerante de este periplo que ya toca a su fin. Sobra decir que nos costó mucho dormir, en parte por los nervios de la llegada, pero seguro que el “empatcho” tuvo algo que ver.

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